¡Oh gente, cuántas memeces se dicen en tu nombre!
Opinión
12 Mar 2016. Actualizado a las 05:00 h.
El actor más genuino de la modernidad es «la gente», cuyas características son el anonimato, la indefinición, la ausencia de condiciones jurídicas de pertenencia y la posibilidad de ser invocado por cualquiera, de cualquier forma, en cualquier momento y para cualquier cosa. Por eso propongo que el nuevo estilo político, en vez de populismo, se denomine cualquierismo, por ser un concepto más manipulable, extensible y abstracto que el clásico pueblo.
Antes de «la gente» -cuyo precedente más conocido es el «Rex gensque gothorum» que redactó Isidoro de Sevilla para Recaredo I- ya hubo actores colectivos: la koinonía (comunidad) de los griegos; el populus romano; la christianitas (cristiandad) medieval; los súbditos del Renacimiento; los ciudadanos de las revoluciones liberales y las democracias modernas; la nación de los fascistas; el proletariado del comunismo, y los espectadores de las democracias mediáticas. Pero todos tienen en común que para pertenecer a ellos hay que cumplir alguna condición sistémica que implica a la vez obligaciones y deberes. El único colectivo sin matices -que incluye a nacionales y extranjeros, contribuyentes y defraudadores, integrados y marginales, separatistas y patriotas, y yihadistas y cooperantes- es «la gente», esa universalidad gaseosa de la «nueva política», con derechos y sin deberes, que se expresa mediante la radical informalidad de las asambleas de base.
El problema más grave del tiempo presente es que los políticos, en vez de hablar por sí mismos, hablan en nombre de la gente, lo que les permite decir cualquier tontería sin que nadie se inmute, y con frecuente atribución de cierta racionalidad. Y así se explica que el diálogo político se haya instalado en la torre de Babel, donde el subjetivismo parece ciencia infusa y las paridas apotegmas.
Para probar mi teoría reuní dos grupos de 12 alumnos, seleccionados con criterios propios de la dinámica de grupos. A cada grupo le entregué un folio con una frase -«Hay que fabricar máquinas que nos permitan seguir fabricando máquinas, porque lo que no va a hacer nunca la máquina es fabricar máquinas»-, y les pedí un comentario y una calificación entre 0 y 10. La diferencia estaba en que la frase del primer grupo iba firmada por Rajoy, su autor, y la del segundo por Albert Einstein. Y el resultado fue que al primer grupo le pareció una chuminada, calificada como suspenso (1,2), y la del segundo grupo fue calificada como una genialidad, aplicable a la física y a la metafísica, y calificada como sobresaliente cum laude (9,8).
¿La explicación? Que hice el examen de tal manera que los alumnos se transformaron en gente antes de escribir su comentario y su nota. Y por eso puedo utilizar la frase en su más amplio abanico, el que va -con G, de gente- desde la gilipollez a la genialidad. ¡Impresionante!