La Voz de Galicia

Soria

Opinión

Xosé Luís Barreiro Rivas

16 Apr 2016. Actualizado a las 05:00 h.

Soria -«una barbacana, / hacia Aragón, que tiene la torre castellana»- es mi debilidad más íntima. Me gustan sus iglesias y sus calles provincianas. Me conmueve el Duero, y su silencio, entre San Saturio y San Juan. Su cordero me sacia, y su recio vino me deleita. Y añoro subir por la ladera del castillo -donde nació la «Soria pura, cabeza de Extremadura»- y observar, con Gerardo Diego, sus improvisadas cubiertas: «Los tejados de Soria, / tejados caprichosos e infantiles, / como hechos al azar y de memoria / por manos de arbitrarios poetas albañiles».

Por eso lamento que el exministro Soria, que ayer se fue del Gobierno, del Parlamento y de todo, no haya renunciado también a su apellido. Y no por haber mangado dinero fresco o impuestos mohosos, que seguramente no lo hizo, o por ser un mal gestor, que no lo fue. Sino por no haber entendido que estamos en una cacería de la que solo van a zafarse los zorros más astutos, y que no se puede comparecer así, a pecho descubierto, sin saber cómo te gestionaron tus cuartos, cómo te solicitaron tus firmas, y cómo los gallitos relamidos son, en tiempos como este, las piezas más codiciadas. Mientras Soria, la ciudad, se hace eterna, el exministro Soria se diluye sin remedio en la irrelevancia y el pasado, sin merecer -ni por bien ni por mal- una sola letra más.

De lo que tenemos que hablar, y mucho, es de la corrupción. Y, más aún, de la lucha contra ella. Porque el día de ayer nos confirmó dos cosas que denuncié mil veces y que ahora se hacen temibles evidencias. La primera, que la lucha contra los corruptos -que los partidos solo trabajan en su versión de arma arrojadiza- se ha hecho corrupta a su vez, y que tanto los denunciantes como los inquisidores -profesionales y aficionados- priorizan los efectos estratégicos que sirven intereses políticos y económicos sobre la justicia y la eficiencia del Estado. Y la segunda, que, si ya era agobiante la influencia de los jueces estrella sobre un sistema de investigación enloquecido y frustrante, tenemos que sumar a esa locura la de los denunciantes más conspicuos -Manos Limpias y Ausbanc-, que también van a lo suyo y delinquen para trincar.

Todo lo cual se completa con la actitud de la policía judicial, que, contagiada por el mesianismo justiciero, empieza a actuar -dice la Fiscalía- como si los hombres de Harrelson estuviesen dirigidos por Harry el Sucio. Porque a este modelo expeditivo conduce la convicción de que la lucha contra la corrupción está por encima de cualquier garantía, y legitima cualquier exceso o abuso de autoridad que pueda cometerse contra el asqueroso clan de «los políticos». De lo que nadie debe dudar es de que la gente y la opinión pública están encantadas con este serial. Y por eso creo que el auto de fe va a durar hasta que sus graves efectos se hagan irreversibles.


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