Qué guay es hablar de Fidel y no del tirano Castro
Opinión
29 Nov 2016. Actualizado a las 08:31 h.
Leyendo los titulares de los periódicos españoles y las declaraciones políticas a raíz de la muerte de Fidel Castro, uno llegaría a la conclusión de que hay una mayoría de medios y partidos que simpatizan con el comunismo estalinista. No sorprende que quienes ya proclamaban su admiración por regímenes de inspiración castrista hagan panegíricos vergonzantes. Lo que asombra es la tibieza y la complicidad rayana en colegueo con la que la mayoría de medios y partidos han tratado esa muerte. Lo guay es llamar «Fidel» al tirano, como si uno lo conociera de toda la vida, o hablar del «comandante» para referirse en tono lírico al hombre que instauró la dictadura más larga del planeta tras la de Corea del Norte. Castro comparte por cierto con Kim Il-sung el mérito de instituir el horror total de la tiranía hereditaria.
Decepciona, por ejemplo, que Rajoy destaque solo el «calado histórico» de Castro, algo que cuadra lo mismo para Kennedy que para Hitler, Stalin o Gandhi. O que el Gobierno señale que «marcó un punto de inflexión en el devenir del país», sin aclarar si bueno o malo, y sin aludir a la necesidad de democratizar Cuba. O que hasta los corresponsales de la televisión pública española parezcan a punto de llorar de emoción.
Hace 25 años viajé yo a Cuba con rescoldos del entusiasmo juvenil que me llevó a tener la fotografía de Che Guevara en mi carpeta escolar. Los palos cayeron pronto del sombrajo. Vi miseria y estraperlo. Uno de los mayores tópicos es que Castro acabó con un régimen que convirtió Cuba en un casino y un centro de prostitución. Lo cierto es que, mientras los cubanos sufren infinitas privaciones, Castro instauró un parque de atracciones comunista para turistas que tiran a la basura cantidades obscenas de comida en hoteles en los que se prostituyen mujeres casi adolescentes. Recuerdo encontrarme con un famoso periodista español que siempre habla bien de Cuba comiendo langostas en la mansión Dupont.
Los visitantes toman mojitos en la Bodeguita o daiquiris en el Floridita a precios que suponen el sueldo de un mes para un cubano y vuelven a sus países cantando maravillas de la Cuba castrista. Cínicos que alaban la belleza decadente de esa Habana en ruinas que en algunas zonas, cuando yo la visité, parecía Sarajevo bombardeada, aunque la única bomba que allí cayó fue la revolución castrista. Los mismos que aseguran que el apoyo de los cubanos a Castro se demuestra en el buen humor que mantienen pese sus penurias, como si reír o bailar supusiera un acto de adhesión. Ese Castro que fascina tanto en España es el mismo que reprimió a los homosexuales, laminó la libertad de expresión y encarceló o fusiló al disidente. Pero a la hora de su muerte, la prioridad no es esa, sino repetir hasta la náusea el número de veces que la CIA intentó asesinarlo. Y, para rebatir cualquier crítica, está siempre el tópico del gran nivel de la medicina en la isla. Triste paraíso es aquel en el que para disfrutar de la prosperidad hay que ponerse enfermo.