Un proyecto político común
Opinión
21 May 2018. Actualizado a las 05:00 h.
Parece ser que hoy en día importa más la invocación demagógica de un vocablo que una argumentación sólida y bien preparada. Predomina la cultura del Facebook, que permite conseguir una supremacía instantánea e individualista, delante de un conjunto de seguidores y adictos, mediante la eclosión de un relato seudorracional y escasamente coherente. Si estos apuntes son ciertos nos estamos dirigiendo hacia escenarios en los que los modelos de compromiso social y político serán muy diferentes a los que prevalecieron tiempos atrás.
Emergen aquellas doctrinas que se fundamentan en actuaciones y en comportamientos cada vez más vacíos de contenido, donde la simple enumeración de situaciones diversas (relacionadas con la etnicidad, género, edad, cualificación o cultura, por ejemplo) bastan para intentar demostrar un digno conocimiento de los temas; y donde la ausencia de conceptos globales (tan básicos como el de ciudadanía y el concerniente a los derechos) ponen de manifiesto la falta de un compromiso sólido y sostenido.
Estas prácticas encajan perfectamente en la realidad actual. Una parte de la sociedad se concentra en criticar la vida cotidiana de los otros y en sobreactuar la suya. Los programas televisivos de mayor audiencia son una prueba palpable de esta inclinación. Por el contrario, la otra parte pone el foco en conceptos claves como los mencionados anteriormente, la defensa de los derechos individuales y los compromisos sociales. Sin embargo, estos últimos se están quedando fuera del debate.
Traducido a términos políticos se puede ampliar el razonamiento. En primer lugar, existe una crisis de legitimidad de los proyectos ideológicos, debido a que se atomizan las ideas comunes, propiciando la creación de múltiples agendas (una para cada tema) con lo que podemos perder perspectiva; y, en segundo lugar, las élites políticas se han refugiado en sus mundos, consiguiendo que el gran conjunto de la sociedad sienta que no es capaz de controlar ni de diseñar su propio destino. Ante este vacío, cubierto de manera inmediata por los influencers y por los agentes digitales, los que usan tanto prácticas evangelizadoras como los defensores del nuevo populismo pueden resaltar sus postulados, motivaciones y aspiraciones. Caminamos, pues, ante un mundo líquido, huérfanos de principios y de valores; y sin apenas mecanismos de control ético.
De ahí la necesidad de volver a redescubrir las virtudes de conceptos como el de ciudadanía y de los derechos sociales. Debemos evitar la crisis de falta de imaginación y de ambiciones ciudadanas. No debemos convertirnos en aglutinadores de una coalición de élites.
Hay que ser capaces de integrar la diversidad y pluralidad, pero con una idea de política común, para dar una respuesta rápida a los que practican la virulencia y a los que no desean compartir proyecto alguno. Esta idea de la política común está asociada a la tolerancia y al respeto. Pero, para ello, es preciso disponer de elevadas dosis de persuasión y de una formulación clara de un proyecto que, a su vez, debe impedir una injusta distribución de las cargas.