Torra, anatomía de un manipulador
Opinión
20 Mar 2019. Actualizado a las 10:42 h.
Pasó el ultimátum de la Junta Electoral Central y los lazos y esteladas seguían allí. Muy extraño sería que el señor Torra diera algún tipo de facilidad u ofreciese algún gesto de docilidad ante la autoridad electoral del Estado. Quien viene predicando que la democracia está por encima de la ley -y él se considera depositario de la interpretación de la democracia y la ley es solo un instrumento de la represión del Estado- no podía prestarse a asumir ningún mandato de la legalidad. De esa forma dio mil vueltas a las argucias hasta llegar a una conclusión: lo que diga el Síndic de Greuges, que es el Defensor del Pueblo catalán elegido. En ningún sitio ni código figura que el Defensor del Pueblo tenga competencias en procesos electorales, ni capacidad ejecutiva alguna, pero a Torra le resulta útil para su finalidad fundamental en este mundo: marear la perdiz, buscar respaldo en su permanente desafío a la autoridad estatal y plantear batalla en el enfrentamiento de dos legalidades supuestamente paralelas, la autonómica y la estatal.
Y en esas estamos. Para un agitador independentista como él, los órganos autonómicos tienen toda prioridad: si el Parlament dio el visto bueno a esos símbolos, es legalidad sobrada para desobedecer a eso que se llama ‘Madrid’; si el Síndic de Greuges aconseja la resistencia, los magistrados de la Junta Electoral son unos esbirros a los que hay que honrar con el menosprecio. Esto no ocurre en ningún Estado de derecho por muchas tensiones independentistas que sufra; pero en esa Cataluña gobernada por el hilo telefónico que une a Torra y Puigdemont todo es posible. Esquerra, que tampoco quiere perder imagen de motor soberanista, se apunta, no sea que Torra gane más puntos que Junqueras o Gabriel Rufián.
Con todo, y sea cual sea el desenlace, hay algo peor que la desobediencia: la filosofía en que se basan los nuevos rebeldes. «Esa es la libertad de expresión», dijo la portavoz Artadi, resumiendo la cínica posición de su Govern. Y tiene razón: exponer esos símbolos es libertad de expresión… hasta el momento que deja de serlo. Y ese momento es cuando se entra en proceso electoral y los símbolos se convierten en enseñas propagandísticas de fuerzas políticas que compiten en las urnas. En ese instante, quienes las colocan y mantienen dejan de ser neutrales y convierten los bienes públicos en instrumentos de partido. Quien piensa y actúa así tiene un concepto enfermizo de su función pública: se atribuye la representación de toda la sociedad. Pues eso es Torra, no se engañe nadie: un gran manipulador. Detrás de su fachada no existe una defensa de la libertad, sino todo lo contrario, una usurpación. Algún día lo descubrirá el pueblo catalán.