Una civilización con pies de barro
Opinión
23 Mar 2020. Actualizado a las 05:00 h.
Desde hace meses, ningún científico yuppie nos ha endilgado una conferencia sobre el triunfo de la genética y el advenimiento del hombre inmortal. También tengo la impresión de que la urgencia que tenía la regulación de la muerte digna está siendo desbordada por los que piden que incluso los centenarios, decrépitos y con múltiples patologías, tengan derecho a morir -paseniño e na súa- en ucis bien atendidas y con respiradores. Y de ello deduzco que esta engolada sociedad tecnológica, que no necesita a Dios para explicar nada, ni para garantizarnos la felicidad y el bienestar, está sufriendo un revés de tal magnitud que exige un rearme moral inaplazable.
Sé que esta reflexión tendrá que esperar, por dos motivos. Porque la humanidad nunca aprendió a la primera. Y porque empezamos a ver que -atiborrados de biólogos, informáticos, chefs y deportistas- nos hemos quedado sin filósofos serios -¡perdón, colegas, pero no puedo evitarlo!- que sean capaces de afrontar este trauma sin banalizarlo y sin recurrir al postureo cientificista. Quizá por eso, a pesar de tener todos los datos encima de la mesa, nadie ha caído en la cuenta de que, en contra de lo que antes sucedía -cuando la gente enfermaba por millones y sin perderle cara a la muerte, mientras la cosmología social apenas sufría daños colaterales-, el canijo virus que hoy nos acongoja está atacando directamente al sistema, y bloqueándolo con una facilidad pasmosa, mientras la gente perece por daños colaterales. Nuestro terror no lo provoca la muerte, que seguimos dando por vencida, sino la funesta comprobación de que los mejores sistemas sanitarios, y el más globalizado sistema productivo -capaz de superar en un mes todo lo producido en los veinte siglos anteriores-, está perfectamente noqueado, y sin capacidad para dotarnos de respiradores y mascarillas.
En cierto modo estamos más desprotegidos que los medievales. Porque, mientras ellos reaccionaban afianzando sus convicciones -a más peste, más catedrales, más fe, más caridad y más esperanza-, nosotros nos escondemos en casa, protestando contra Sánchez, y temiendo la vergüenza -por si alguien se entera- de recurrir a San Roque, San Juan de Dios o San Carlos Borromeo, que dignificaron su vida y su muerte cuidando apestados.
De esta -dice la jaculatoria oficial- vamos a salir. E incluso vamos a montar -añado yo- otra belle époque que nos haga olvidar esta pesadilla. Pero ya sabemos que los virus propios de este tiempo están empezando a visitarnos, y que, por más chulitos que nos pongamos, seguimos a merced de los virus, del big earthquake, del cambio climático o del asteroide que no podamos desviar. Por eso tenemos miedo. Porque hemos construido una civilización admirable, pero fanfarrona, materialista e inculta. Y lo que estamos intuyendo es que, aunque este fallo no va a arrasar la tecnología, ni el sistema sanitario, va a poner al descubierto la fanfarronería unidimensional que ha debilitado la sociedad, dejándonos, además, sin horizontes alternativos.