Los niños de la EGB y los de la ESO
Opinión
01 Dec 2020. Actualizado a las 08:48 h.
No es bueno comparar generaciones. Unas décadas y sus circunstancias no tienen nada que ver con las siguientes y sus circunstancias. Las sociedades progresan o deberían hacerlo. Encima cada familia es un mundo, y cada barrio, villa o pueblo, un universo. Pero los que fuimos niños de la EGB miramos a veces entre el pasmo y el asombro a los que son ahora nuestros hijos de la ESO. Nada que ver con lo que fuimos nosotros. Normalmente, para bien; en ocasiones, para mal o para peor.
Expertos ponen en duda el excesivo cuidado que tenemos en educar a nuestros niños, al hilo de la sentencia del bofetón que obliga a una madre a no volver a ver a su hijo durante seis meses. Enseguida se empieza a hablar del síndrome del niño al que convertimos en emperador. Demasiados algodones y paños calientes. Cualquier exceso no es bueno. Tampoco en el otro sentido. El síndrome del emperador, como todas las grandes verdades que atraviesan con terquedad siglos, está en el refranero y se resume en cría cuervos y te sacarán los ojos.
Si regreso al pasado, recuerdo profesores que te zurraban por hacer el ganso como recurso primario. Docentes sin decencia que te agarraban del pescuezo y que te esnafraban la frente contra el encerado como reacción a alguna cafrada que habías hecho. Hoy, si alguien graba con un móvil ese golpe contra la pizarra que te causó un chichón con el que se podía jugar al pimpón, el vídeo se hace viral y da la vuelta al planeta varias veces.
Aquel profesor, que no era mal tipo, solo que desenfundaba rápido y la paciencia no figuraba entre los programas que tenía bajados en el disco duro de su cabeza, después de descalabrarte la frente te ofreció una moneda de 50 pesetas, de aquellas enormes, para que apretases la bola de pimpón, a ver si se convertía en algo más plano para cuando llegases de regreso a casa. En tu hogar, dulce hogar, pensaban que te enviaban a un colegio, no a Vietnam.
Aquel maestro, entonces eran todos maestros, fue el mismo que a otra gansada de las tuyas se le fue la mano y del bofetón que te estampó casi te partió el labio. El profesor fue el tercero en asustarse. El primero fuiste tú, y el segundo, el compañero de la primera fila al que le chiringaste de rojo la cara. El maestro corrió a por papel para secar la sangre que se empeñaba en manar y en afear así sus prácticas educativas. Te largó al baño para que te limpiases la herida con tan mala suerte para él que te vio uno de tus hermanos, en el recreo de los mayores, y decidió que, aunque tú eras experto en liarla, el resultado no podía ser aquella herida. Aquella sangre terminó con una reunión con el director en la que le prometieron a tu padre que no se repetiría, aunque también añadieron, con criterio, que no estaría mal que tú colaborases dejando de convertirte en otro de los payasos de la tele para tus compañeros e intentases estudiar algo de vez en cuando.
Claro que aquellos niños de la EGB viajábamos cinco en la parte de atrás del coche, sin cinturones de seguridad. Jugábamos a partirnos la cara en los recreos. Los parques infantiles. No sé por dónde empezar a describirlos. Este párrafo mejor que no lo lean nuestros hijos de la ESO. Los parques no estaban acolchados como ahora. El piso era de tierra. No había vallitas. Salir vivo de un columpio de aquellos de hierro oxidado y con ganchos por todas partes era una misión. Las cadenas de las que colgaban las usaron luego para vestir los grupos punkis. No había deportivas, tenis o botines con lucecitas, como ahora. Los calcos se heredaban agujereados de un hermano mayor y a tirar para adelante. No quiero decir que fuésemos mejores. Pero, entre los tortazos con los que manifestábamos nuestro cariño entonces y las toneladas de mimos absurdos que les regalamos ahora, tenemos que encontrar un punto medio. No se educa con bofetones, pero tampoco con regalos.