La siesta de Biden
Opinión
03 Nov 2021. Actualizado a las 09:01 h.
La duración perfecta de una siesta la determina el sonido de unas llaves. La popularizó Salvador Dalí, aunque su invención se atribuye a los monjes capuchinos, expertos en disponerse al descanso con un llavín en la mano y un plato de porcelana en el suelo. Según esta técnica, la desconexión ideal concluye cuando el manojo cae al suelo y golpea la loza, un estruendo que marcaría el fin del sueño reparador que resetea el cerebro sin conducirlo a espesuras mayores. Biden no necesitó llaves en su sueño de ayer. Los presidentes de Estados Unidos tienen asesores que los despiertan con la discreción que requiere un lapsus así, pero los párpados caídos del dirigente han sido la imagen de la cumbre del clima de Glasgow, una modorra tan simbólica como la de la humanidad frente a una crisis en la que nos lo jugamos todo.
El sueño es quizá la actividad más misteriosa del ser humano. Una especie de muerte imprescindible para seguir vivos. El límite de la vigilia está en once días, pero antes el cerebro empieza a jugar malas pasadas, se alteran el pensamiento y la memoria y el insomne avanza sin solución a la locura. Hay sueños que se quedan quebrados para siempre después de una crianza. Qué enigmático es ese clic de una madre capaz de activarse cuando su cría apenas se desliza por la cuna. Y qué indicador ese rictus agotado de quienes atienden a un bebé que no sabe dormir o que duerme a horas incompatibles con la vida que llevamos
Del sueño de Biden de ayer, lo más llamativo es la elegancia con la que transcurre. Brazos cruzados, espalda erguida y una reconexión inmediata con la realidad cuando su asesor disimula el despertar. Muy distinta esta siesta presidencial a la de ronquido, boca abierta y saliva que amenaza con desbordarse. Hasta para dormir hay clases.