El viaje de Egeria
Opinión
08 May 2022. Actualizado a las 08:23 h.
Se estrena estos días un documental sobre Egeria (Exeria: a primeira peregrina) y me invitaron a presentarlo aquí en Madrid esta semana pasada. Acepté de buena gana porque el personaje me interesa desde que, cuando era estudiante, me llegó un día una carta con un sello conmemorativo en el que aparecía su efigie. Esta mujer que recorrió el imperio romano en el siglo IV desde Gallaecia a Oriente Medio siempre me ha parecido a la vez un signo de interrogación y un signo de admiración como los que pongo a lápiz en los márgenes de los libros. Interrogación porque es poco lo que sabemos de la monja gallega viajera (de hecho, ahora se duda de que fuese monja y no hay la certeza de que fuese gallega). Pero digo también admiración, porque de lo que no hay duda es en lo viajera: más de 5.000 kilómetros a lomos de un borrico y con su hatillo de libros en griego. Toda una proeza para aquel tiempo, e incluso para este.
Estaba entonces reciente el triunfo del cristianismo como religión oficial y entre los creyentes con posibles, como Egeria, había surgido esta moda de ir a visitar los Santos Lugares. Un viaje que, como la peregrinación de los hippies de la década de 1960 a la India, era a la vez una búsqueda espiritual y una atracción por lo exótico. Pero, para nosotros, lo importante de Egeria no es tanto que hiciese aquella travesía como que la escribió en forma de cartas; lo que, de paso, la convierte en la primera escritora ibérica de la que conocemos el nombre. O los nombres, porque yo he visto el suyo escrito hasta de ocho formas distintas; incluida Geria, que es el que más me gusta a mí porque probablemente se debe a que un copista medieval dejó la “E” para hacer una letra capital muy historiada y luego se olvidó. A través de esas cartas, Egeria se nos revela como una viajera curiosa y observadora. Es escéptica en el sentido etimológico del término, que contra lo que se cree generalmente no significa «el que duda» sino «el que investiga». Se emociona con los lugares sagrados que le convencen, pero luego, cuando junto al mar Muerto un obispo le enseña a la mujer de Lot convertida en estatua de sal, escribe: «no vimos la estatua por ninguna parte, no puedo engañaros al respecto».
A mí lo que más me conmueve del relato de Egeria es que se trata, casi literalmente, de una página traspapelada de la historia, porque apareció en medio de otro libro, un fragmento del que falta el principio y el final. De modo que no sabemos cómo acaba su historia, y si volvió a Gallaecia o murió lejos. Pero también, justamente por eso, cuenta algo más. El imperio que Egeria atravesaba a lomos de su borrico era como una hoja de otoño seca y resquebrajada, estaba ya en su hora crepuscular. Los bárbaros estaban a las puertas. En Panonia, Egeria debió encontrarse con los ostrogodos, en Macedonia con los godos y en Siria con los sarracenos. Unos años más tarde ya no habría podido visitar muchas de las tierras que llegó a conocer. El Imperio Romano era ante todo un proyecto de ingeniería y un idioma; su máxima expansión la marcan los jalones de las calzadas y las palabras del latín. Cuando empezó a decaer, y antes de que se notase en los resultados de las batallas o en los balances contables de los comerciantes, ese declive se empezó a insinuar sutilmente en forma de baches y errores gramaticales. Y eso es lo que se puede leer entre líneas en el texto de Egeria, cuando tiene que vérselas con caminos en mal estado y lo cuenta en un latín dulcemente corrompido que va camino del romance (in qua en vez de ubi, se; aperiebant en vez de aperiebantur). Y era así como Roma se iba deshilachando.
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