La Voz de Galicia

El jardín de la verdad

Opinión

Miguel-Anxo Murado Escritor y periodista

22 May 2022. Actualizado a las 05:00 h.

En la casa en la que vivo en Madrid hay un jardín interior al que no se puede acceder. Es así desde hace décadas. No está del todo claro por qué ni quién estableció la prohibición, pero el caso es que ni siquiera los que habitamos en el edificio, que ocupa una manzana entera, podemos visitarlo. Tenemos que conformarnos con entrever la pequeña selva de tilos y magnolios a través de las rejas de la verja, como réprobos expulsados del Edén. El jardinero no se parece demasiado a la iconografía habitual del ángel custodio del paraíso: es un señor con mono azul al que se ve de lejos ir de acá para allá con una manguera o con un rastrillo, pero tiene un aire misterioso y quién sabe si cuando está solo blande una espada de fuego, como en el dibujo que teníamos en el libro de texto de cuando yo era pequeño.

Al fin y al cabo, el paraíso estaba inspirado en un jardín (es lo que significaba la palabra “paraíso” en persa antiguo); y todos los jardines están inspirados en el paraíso, que no es más que la idea de que hay un lugar tranquilo, fresco e inocente, un claustro materno, para pasar ese tiempo sobrante, esa larga baja incentivada que es la eternidad. Los artistas del pasado al paraíso le pintaban por sistema un cedro, un olivo, un rosal y una fuente; aunque Rubens también le puso tigres y un avestruz, y El Bosco una jirafa y un mono a lomos de un elefante. También el jardín de nuestra casa llegó a tener, por lo visto, sus caminos de tierra y su fuente de granito que ya no está.

Porque todos los jardines guardan un secreto, y también este. Se encuentra cerca de la Ciudad Universitaria, por lo que, durante la guerra, estaba en primera línea del frente. En el 36 los combates fueron encarnizados. La casa sufrió al menos dos impactos directos de obuses, que dejaron parte de la fachada en ruinas y destruyeron una cervecería que había en los bajos y que era famosa por su pescaíto frito. Transformada sucesivamente en arsenal, puesto de mando y cárcel, era aquí a donde traían a los sospechosos de deserción, de sabotaje o de espionaje. Se dice que en el jardín de árboles altos se fusilaba; pólvora y magnolias. De modo que quizá fuese ese el pecado original que hemos heredado todos en esta casa y que hizo que se nos expulsase a todos del Edén. El jardín quedó abandonado durante años después de aquello y tengo entendido que pasó a pertenecer a la Tesorería de la Seguridad Social. Fue entonces cuando desaparecieron la fuente de piedra y las esculturas de mármol; se borraron los caminos y se hicieron dueñas las malas hierbas, que son las primeras que detectan la culpa o el vacío del olvido y se apresuran a llenarlo. Muchos años más tarde se decidió volver a rehabilitar el jardín, pero con esa condición de que sería un lugar prohibido. En principio, se adujeron razones prácticas; pero es difícil no verlo como una penitencia, porque todas las cosas proyectan una sombra que es su símbolo.

 

Los magnolios del jardín son de una de las variedades de hoja caduca que echan la flor en primavera, esa flor grandiosa de la magnolia, el penacho color crema entre las hojas de tacto de cuero que parece cortado por una modista. Dura poco, así que hay que estar atento para verla a través del enrejado, como se contempla un sueño distante, un ideal inalcanzable. Y luego desaparece. Si realmente hubiese un árbol del bien y del mal, pienso que podría ser un magnolio. E incluso a veces me pregunto si, por la noche, cuando todo está en silencio y nadie mira, no se arrastrará por entre la hierba la interrogante viscosa de una serpiente.

?


Comentar