La Voz de Galicia

Una tarde en palacio

Opinión

Eduardo Barrachina Presidente de la Cámara de Comercio de España en el Reino Unido, Abogado y «solicitors»

12 Sep 2022. Actualizado a las 05:00 h.

En Inglaterra, la tradición tiene fuerza de ley y es bien sabido que la jurisprudencia de sus tribunales es fuente del derecho. El Reino Unido no es un pueblo excesivamente melancólico porque en su presente siempre hay algo del pasado, así que nunca lo llega a echar de menos del todo. Su grandeza es que nunca rompe del todo con tiempos pretéritos. Vivir de sus tradiciones permite a la nación tener una continuidad más ordenada sin cambios bruscos. Al final siempre queda algo del Medievo, Nelson en Trafalgar o Wellington en Waterloo, rescoldos de Imperio, costumbres victorianas, discursos de Churchill o el euroescepticismo de Thatcher. Sus grandes personajes nunca se van del todo y sus instituciones van inexorablemente evolucionando y adaptándose a nuevos tiempos pero nunca sin perder su sentido original.

 

La tradición es lo único que une a una generación con otra y así sucesivamente. Una nación sin tradiciones, es una nación lobotomizada, incapaz de entenderse a sí misma. Inglaterra, que es una de las naciones más intuitivas que existen, sabe bien que solo desde la comprensión de su pasado se puede proyectar con confianza en el futuro. La institución que mejor comprendió esto fue precisamente la corona británica. En las últimas tres centurias el monarca inglés ha sido rey de Irlanda o emperador de la India y cuando las circunstancias han forzado cambios, los ha asumido con naturalidad. El funcionamiento de sus instituciones y en general su vida política, se basa en convenciones, algunas centenarias. No en vano, la famosa apertura del Parlamento cada año, está henchida de historia y se sitúa muy lejos del rutinario y frío cumplimiento administrativo de la mayoría de los parlamentos.

 

Entre las innumerables tradiciones que rodean a la monarquía británica hay una especialmente celebrada que es la garden party o fiesta en el jardín. Hay tres al año y suelen ser en mayo y junio, cuando el tiempo londinense es benigno y permite cierto recreo en el exterior. Estas recepciones se desarrollan siempre en los jardines del Palacio de Buckingham, comienzan a las 4 bien tañidas y terminan a las 6 de la tarde. No hay alcohol y se sirve estrictamente té. Es una tradición victoriana que ha buscado siempre el contacto con el pueblo.

 

Recuerdo asistir a varias. La recepción comenzaba en el momento en que Isabel II entraba en los jardines a los sones del himno nacional británico, más de 3.000 personas se ponían firmes y al acabar, la reina y sus acompañantes saludaban a algunos de los asistentes. Se asiste por invitación o por sorteo y se hace un esfuerzo para que todos los rincones del país estén representados. Muchas asociaciones y organizaciones están invitadas y pueden nominar invitados de modo que todos los organismos de la sociedad, públicos y privados, estén representados. Al dar las 6, vuelve a sonar el himno y la reina se retiraba al palacio.

Pues bien, en los jardines se ve siempre gente de toda extracción social. La nación está ahí, tal como es. Gentes sencillas compartían té con aristócratas, sacerdotes, pastores y religiosos de otras confesiones, militares, profesores, diplomáticos, personas con discapacidades, estudiantes, profesionales de la City, artistas, académicos, intelectuales, empresarios, familias del campo británico, ONG, etcétera. No hay imagen más elocuente de la tarea vertebradora de Isabel II que las recepciones en el jardín. El simbolismo era enorme pues abría literalmente las puertas de su casa pero lo hacía sin afectación ni melindres. Ella era la reina. A pesar de su figura menuda y discreta, era el ápice de la nación. La grandeza de estas recepciones es que no se invitaba a grandes nombres, prebostes o personajes influyentes. Aunque es un acto ameno y relajado, tiene una función cohesionadora extraordinaria.

 

En estos días de estiaje y mudanza política en el Reino Unido, la corona británica recuerda a la nación y al mundo, que es la única institución capaz de integrar a toda la sociedad británica, cada vez más heterogénea y diversa. En un mundo en el que el prestigio de muchas instituciones está menguando, el fallecimiento de Isabel II es acaso su último servicio, demostrar que la institución que ella encarnó supo siempre auscultar las aspiraciones y anhelos del pueblo británico.


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