La Voz de Galicia

Los viejitos de la aviación

Opinión

Miguel-Anxo Murado Escritor y periodista

25 Sep 2022. Actualizado a las 09:26 h.

De vez en cuando, el pequeño Martín y yo vamos a volar el avión. El avión es de humilde poliestireno y costó cinco euros, pero planea francamente bien y si uno lo lanza con fuerza puede llegar muy alto. Tanto, que hemos tenido que ir descartando sitios en Madrid cada vez que se nos quedaba colgado en los árboles o amenazaba con meterse en un balcón. Al final, el mejor aeródromo que hemos encontrado es una plazoleta que hay en Moncloa, y que muy oportunamente se encuentra justo enfrente del Cuartel General del Ejército del Aire. Eso nos resulta muy útil, porque la bandera que tienen izada nos permite saber la dirección del viento para aprovechar el momento adecuado. «¡Papá, el viento está girando!», grita Martín cuando ve que la bandera se mueve, porque le he enseñado esa expresión y le encantan los tecnicismos. Entonces lanza el avión. Salvo cuando le damos a alguien, es un gran éxito. Muchos paseantes vuelven la cabeza para mirarlo evolucionar, los niños tiran de la mano de sus padres para que les dejen quedarse a verlo, los bebés lo señalan y los perros se vuelven medio locos. Está claro que hay algo instintivo en el placer de ver un objeto que se sostiene en el aire. No importa que sea una cometa, un pájaro o un Frisbie, parece que despierta algo atávico tanto en los animales como en los humanos.

Pero hay unos espectadores muy especiales, los que Martín llama afectuosamente los viejitos de la aviación. En esa parte de Madrid hay muchas casas de militares y por ahí viven algunos jubilados de las fuerzas aéreas. Se les nota enseguida por la manera en la que miran el avión y dejan caer algún comentario profesional. Cosas como: «Eso es un looping» o «si lo tiras así te va a caer en barrena». Un día se pararon a charlar con nosotros una mujer y su marido. Él, muy mayor, hablaba poco, pero ella nos contó que no solo su marido sino también su hermano y su cuñado habían sido pilotos. Nos explicó que su hermano había sufrido un accidente terrible años atrás y su cuñado se había estrellado dejando a su hermana viuda muy joven. «A mí nunca me ha pasado nada», murmuraba mientras tanto el marido, por lo bajo. En la manera de hablar de aquella mujer se traslucía una irresoluble ambigüedad entre el miedo y la admiración. «Y tú, ¿quieres ser piloto?», le preguntó a Martín. Pero, antes de que el crío pudiese responder, le decía: «Mejor no, mejor hazte ingeniero, que es menos peligroso».

Quisimos hacer una exhibición en homenaje a la pareja, pero, como suele suceder en estos casos, se convirtió en un anticlímax. El avión voló mal y sin gracia. Lo más que consiguió el niño fue hacer que se posase limpiamente después de un planeo anodino. «Eso es lo más importante: aterrizar bien, todo lo demás da igual», sentenció, benévolo, el viejo piloto. Pasamos así unos minutos hasta que la señora dijo: «Bueno, hay que irse, que parece que va a llover». Pero el señor, en un gesto automático, observó las nubes con esa manera profesional de barruntar el cielo que comparten aviadores y labradores, y dijo: «No, quedan veinte minutos todavía». Miró entonces a la bandera en lo alto del edificio del Ejército del Aire y, dirigiéndose a Martín, le dijo: «Hijo, lánzalo ahora». Y el niño lanzó el avión lo más alto que pudo. El aparato hizo dos loopings y descendió luego haciendo círculos a nuestro alrededor, mientras el hombre lo observaba con solemnidad. Lo que para un niño es un sueño para un anciano es una nostalgia. La pareja siguió su camino y a los veinte minutos, de reloj, empezó a llover.


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