Enseñar a morir
Opinión
01 Nov 2022. Actualizado a las 05:00 h.
Julián era un carpintero que recorría esos mundos de Dios de casa en casa haciendo todo tipo de arreglos. Tanto amañaba una cama como reparaba una silla, una cesta o un armario. Andaba con una caja de herramientas a la espalda y paraba allí donde lo requerían, pernoctando en las viviendas de sus clientes. Tenía una paciencia infinita y nunca mostraba mal humor. Era un hombre que sabía mil historias y daba la sensación de conocer a media humanidad, sobre todo a esas personas a las que de una manera o de otra les sucedían historias fantásticas. Mientras operaba con la gubia, el serrucho, el cepillo, la azuela o la barrena contaba sucesos, leyendas e incluso apariciones de muertos. Niños y mayores lo escuchábamos con gran atención. Era como una adicción. Muchas veces, sus historias daban miedo, pero éramos incapaces de alejarnos de sus relatos. Nos decía que, en una ocasión, el espíritu de una mujer lo acompañó una noche durante un largo recorrido. Era una compañía silenciosa en su caminar cansino bajo un lunar claro. Cuando él ya llegaba a su destino, relataba, ese ser que había vuelto del otro del mundo le pidió que encargase no sé cuántas misas por su alma. En otra ocasión, narraba cómo una luz clara acompañó en la noche a un conocido suyo. Era una claridad cegadora que se paró delante de la casa de un pariente, al que le iba anunciar su próxima muerte, que luego fue cierta. El discurso de Julián siempre era pausado, sereno y profundo. Nunca daba lugar a la más mínima duda. Sus narraciones nos tienen provocado muchas noches de insomnio o tener que dormir con la luz encendida. Montaigne decía que el que enseña a morir, enseña a vivir, pero yo creo que ni lo uno ni lo otro es nada fácil.