La Voz de Galicia

Síndrome de Down, ¿un colectivo en extinción?

Opinión

cristina sánchez-andrade

02 Apr 2023. Actualizado a las 05:00 h.

El 21 de marzo fue el Día Mundial del Síndrome de Down. Tengo una hija de casi veinte años con este trastorno genético. En España, es muy frecuente ver a personas con síndrome de Down. Nos las encontramos viajando solas en el metro (mi hija lo hace para ir al colegio todos los días), en grupos de ocio, o acompañados por cuidadores o familiares. Pero, ¿y fuera de España? En mis viajes al extranjero me fijo mucho. Les aseguro que, si me cruzo con alguna persona con down, no me pasa desapercibida. Pues bien, en Alemania las he visto. Tal vez también en Portugal y en Latinoamérica. En Suiza o en los países nórdicos, por el contrario, no he visto, jamás, a una sola persona con trisomía 21. Recientemente corrió el rumor de que en Islandia y Dinamarca, por ejemplo, esta anomalía había sido erradicada (luego se vio que no era así, y que aún había algunos casos). En estos dos países, y supongo que en otros del entorno, existe una norma generalizada dentro de la comunidad médica para alentar las pruebas prenatales y orientar a las mujeres hacia el aborto en caso de un diagnóstico de síndrome de Down. Y, desde luego, cuando uno tiene que tomar una decisión tan delicada como esta, es muy importante lo que te recomienda el médico. De esta manera, según un informe de C-Fam y la Fundación Jérôme Lejeune de EE.UU., prácticamente el 100 % de los niños diagnosticados con síndrome de Down son abortados en Islandia y el 98 % en Dinamarca. En Gran Bretaña, por otro lado, el tribunal británico de apelación confirmó recientemente la legislación que permite el aborto de fetos con síndrome de Down hasta el momento del nacimiento, tras rechazar un recurso presentado por una mujer que sufre ese trastorno genético y una madre de un niño que también lo padece. Todo esto me hace pensar en la novela Un mundo feliz (1932), de Aldous Huxley, una distopía en la que el Estado manipula la reproducción para garantizar personas perfectamente adaptadas a su posición social, designadas con letras del alfabeto griego desde los alfa, destinadas a la dirigencia, hasta los épsilon, residuos humanos diseñados para las tareas más peligrosas y repetitivas. Mi intención al escribir estas líneas no es dar lecciones de moral, ni muchísimo menos. Las circunstancias son múltiples y siempre respetables. Defiendo el derecho al aborto siempre que este sea, lógicamente, legal y seguro. Creo que obligar a una mujer a continuar con un embarazo que no desea puede tener consecuencias catastróficas, tanto para ella como para el niño. Por otro lado, la idea de que la inmensa mayoría de las personas con síndrome de Down son felices y hacen felices a los que les rodean habría que matizarla: no siempre es exactamente así. Es cierto, por muy tópico que sea también, que son personas cariñosas y muy empáticas, muy fáciles de querer. Pero la crianza de un niño con esta afección, a pesar de los increíbles avances y el cambio en la sociedad, es un reto difícil que no todo el mundo está dispuesto ni tiene por qué asumir. Sé que, si preguntásemos a las familias, la gran mayoría hablaría de la valiosa aportación que han supuesto estas personas en sus vidas. Yo también. Pero también existen muchos problemas, problemas que darían para otro artículo, empezando por su integración en la sociedad, que, a pesar de lo que se quiera hacer pensar, todavía es mucho más teórica que real. Simplemente, me gustaría transmitir una idea que, como madre, me apena y me inquieta: si viviera en uno de estos países, mi hija sería una de las últimas de un colectivo en extinción, una especie de marciana que no encontraría a un igual con quien relacionarse y sentirse identificada. Y todo, ¿para qué? ¿Acaso solo valen los alfa y es preciso exterminar a los defectuosos épsilon? ¿Acaso no es también gratificante vivir en la diversidad, aprender a querer a una persona no por su inteligencia, sino por quién es y por cómo nos hace sentir? Una vez le pregunté a una mujer noruega si sabía por qué no se veía a personas con síndrome de Down en su país. La pregunta la dejó perpleja y muy meditativa. «No lo sé, supongo que porque no los dejamos nacer», me dijo. Y me preguntó: «¿Tú crees que somos peor sociedad por no permitir que vivan entre nosotros?». Le contesté que yo tampoco lo sabía.

 


Comentar