La Voz de Galicia

La firma de Picasso

Opinión

Miguel-Anxo Murado

09 Apr 2023. Actualizado a las 05:00 h.

El éxito popular de Picasso fue convertirse en el artista que los ignorantes ponían como ejemplo de tomadura de pelo. Una vez conseguido eso, era solo cuestión de tiempo que la cosa diese la vuelta y Picasso pasase a ser el paradigma del genio. O de un tipo de genio determinado, porque el arte moderno ofrecía varias posibilidades. Si Van Gogh es el del genio incomprendido, y Dalí el genio excéntrico, Picasso encarnó al genio instantáneo, el rey Midas del arte que convierte en oro todo lo que toca. Eso se expresa bien en esa multitud de anécdotas apócrifas (por no decir falsas) en las que el artista paga una cena haciendo un dibujito en el mantel o, en la más disparatada de todas, deja su firma en la espalda de un niño que le pide un autógrafo en la playa, para así poner a sus padres en el brete de no lavarle nunca más. Con Picasso llegó a su apogeo ese culto irracional por la firma del pintor. Como esto coincidía además con la explosión del dinero en el arte moderno, se produjo esa confusión entre la firma del artista en el cuadro y la del marchante en el cheque (las últimas obras de Dalí fueron firmas en papeles en blanco para que otros falsificasen su arte en vez de su firma).

Picasso era, en efecto, un genio, pero no por el valor estratosférico de su firma ni por esa cuidada puesta en escena de sí mismo: el viejo de ojos grandes que pinta en calzoncillos y viste la camiseta a rayas de la Marina francesa que popularizó Coco Chanel; el bohemio intratable que cambiaba de casa, de perro y de estilo artístico cada vez que cambiaba de pareja (o al revés). O la imagen más falsa de todas: el artista comprometido que, enseñando el Guernica en París a los nazis, a la pregunta de «¿Esto lo ha hecho usted?» habría respondido: «No, esto lo hicisteis vosotros» (otra anécdota poco verosímil). En realidad, lo genial en Picasso no es su vida, sino su obra, ese periplo que va de un Aviñón a otro: del burdel de la calle Aviñón de Barcelona en el que descubre el cubismo hasta el Palacio de los Papas de Aviñón de Francia donde se organiza su exposición definitiva.

Desgraciadamente, ahora que ya no escandalizan las obras de los artistas buscamos escándalos en sus vidas. Así, el cincuentenario de su muerte que se conmemora estos días llega en un mal momento, en medio de una de esas epidemias de moralismo que sacuden a Occidente cíclicamente desde hace siglos. Se le reprocha a Picasso lo que antes se encontraba fascinante: lo que se veía como amor libre es ahora una forma de abuso sexual, su independencia y entrega a su obra se entienden ahora únicamente como egoísmo (ambas cosas son verdad), su fascinación por el arte africano ha pasado a ser apropiación cultural, su vejez agresivamente sensual resulta ahora rijosa, el viejo sátiro convertido en viejo verde. Es una forma de ignorancia similar a la de los que hace años decían que no sabía pintar. No, no es que la estética deba estar por encima de la ética, sino que tanto la una como la otra están igualmente sometidas a modas superficiales.

Solo puedo decir que cuando llegó el Guernica a España fui a verlo al Casón del Buen Retiro. Allí estaba, tras un grueso cristal antibalas. Ni Picasso es mi pintor favorito, ni el Guernica es mi obra preferida de Picasso, pero el hecho es que, al entrar en la sala y verlo en persona, me ocurrió algo extraño. Con un gesto automático perdido desde los días de la infancia, sin querer, me santigüé. Creo que era la reverencia por el arte, que actúa como un instinto irrefrenable.


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