La Voz de Galicia

El sueño

Opinión

Miguel-Anxo Murado

23 Apr 2023. Actualizado a las 05:00 h.

No podía dormir y al oír que daban las dos me di por vencido. Me levanté y fui a la biblioteca a coger un libro para llevármelo a la cama y ver si así conseguía conciliar el sueño. Lo elegí al azar en la oscuridad, aunque en seguida deduje cuál era. Para un lector veterano, los libros son como mascotas con las que convive toda la vida. El formato, el peso, las estrías en el forro de plástico como arrugas en una cara avejentada… Se trataba de la edición bilingüe de las Metamorfosis de Ovidio de la que traducía en los tiempos lejanos del instituto. Ovidio, el poeta de la movida romana, el Mick Jagger de la Pax Augusta, el latin lover por antonomasia, demostró en esta obra ser mucho más que el brillante versificador que daba consejos micromachistas para ligar en un latín purísimo, como había hecho en su Ars Amatoria. En las Metamorfosis se atreve nada menos que a contar la historia del mundo, desde el equivalente al big bang de la mitología hasta la muerte de Julio César y su transformación en estrella. Era el libro preferido de Shakespeare; y yo lo veo incluso como una prefiguración poética de Darwin, porque es una historia natural presidida por la idea de la metamorfosis, que se puede entender como una forma cruda y precientífica de la Evolución.

Ya puestos, me fui directo al libro XI, a buscar precisamente el pasaje de la mansión del Sueño. Se escribe así, con inicial mayúscula, porque no es el hecho fisiológico sino un personaje, un dios. Hijo de la Noche y hermano de la Muerte, lo podemos ver en las decoraciones de las cerámicas griegas que se guardan en los museos, representado como un joven tocado con hojas de adormidera. O con alas en la cabeza, porque la mente vuela cuando uno sueña. En el pasaje de Ovidio, la diosa Juno ha enviado a Iris a llevarle un recado al Sueño, que vive en una gruta de túneles profundos a donde no llegan nunca los rayos del Sol. Flota allí una niebla que es el sopor y la confusión del duermevela. No hay gallos ni perros ni gansos, ni ramas que pueda agitar el viento y turben el silencio sagrado del lugar. Las puertas se dejan abiertas para que no se las oiga crujir o girar en sus goznes. Lo único que se escucha es el rumor hipnótico de un arroyo del Leteo, el río del Olvido, porque el sueño es a la vez una forma de olvidar y algo que se olvida fácilmente. La escena que se encuentra Iris parece la de un fumadero de opio o la de una habitación de estudiante de mis tiempos: el Sueño está tumbado en una cama de ébano, rodeado de su nutrida prole, los Sueños y Pesadillas, que Iris tiene que apartar con las manos para ver al dios permanentemente alelado. Este apenas puede mantener los ojos abiertos, los párpados se le caen.

«Somne, quies rerum, placidissime, Somne, deorum…», comienza entonces a recitar Iris solemnemente, en lo que constituye toda una oración de los insomnes. «Sueño, descanso del mundo. Sueño, el más placentero de los dioses, paz del espíritu, tú, que ahuyentas las angustias y das reposo a los cuerpos agotados por el trabajo…». Y sigue su letanía hasta que por fin el Sueño levanta la cabeza y se incorpora con esfuerzo apoyándose en el codo. Iris le hace su encargo (una de esas gestiones complicadas de la mitología antigua) y sale de allí de inmediato, porque ya empieza a sentir la influencia de la modorra que impregna el lugar (neque enim ulterius tolerare soporis uim poterat). Y lo que sigue ya no lo leí. Por suerte, la plegaria de Iris había surtido efecto y me había sido concedido también a mí el regalo del sueño.


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