La Voz de Galicia

Arsenio

Opinión

Mariluz Ferreiro

07 May 2023. Actualizado a las 10:17 h.

Dos piedras. Esa era la portería de la infancia de Arsenio Iglesias en Arteixo. «Pelota de trapo, dos piedras y a correr». No hacía falta más. Tampoco tenían otra cosa. «Yo nací en 1930. Mi infancia fue en tiempos difíciles», contaba. No había drama en su relato. Su niñez recuerda a la de tantos gallegos: «Las vacas, ir al monte a por leña, pillar manzanas de los vecinos…». Jugaban en una carretera sin asfaltar y las estrecheces ensanchaban la imaginación. «No estaba tan mal, no te dolía el cuerpo si te caías», decía entre risas. No había queja, aunque hubiese que jugar sin zapatos. Mucho después confesaba que por eso se quedaba mirando a ratos, como hipnotizado, las botas de fútbol relucientes de uno de sus nietos. Los caminos de la vida. De tierra y asfalto; y con alfombra y pasillo de campeón. De ida y vuelta. Todos los transitó con dignidad. Con esa dulzura amarga. Con esa amargura dulce. Quizás porque aquellos pies descalzos nunca se separaron ni del suelo ni del balón. Arsenio, de los pies a la cabeza. Con su forma de encajar el pan de cada día, alejada de los términos absolutos. Para teoría de la relatividad, la suya. Con su espíritu ruralita y ese galego auténtico, sin ultraprocesados, con el que punteaba como nadie la retranca. Aldeano a mucha honra. Así dejó huella. Así recordaba el esplendor del Superdépor: «Dicen que agua pasada no mueve molino. Cierto, pero es agua que pasó. Y, de alguna manera, en algún lado estará, aunque sea lejos». Fue el hombre tranquilo de una historia de trazos casi bíblicos. Al frente de un equipo que murió y resucitó, que incluso vio caer el diluvio universal sobre sus cabezas en aquella final de Copa ante el Valencia. Otros fueron el trueno. Él, el orballo. Calando, que no callando. Con su humor fino. Constante. El técnico con el que los mejores caños y sombreros podían llegar en las ruedas de prensa. Las tiraba siempre a dar, nunca a matar. Como aquella vez que Julio Salinas, en una cena de la plantilla del  Dépor justo después de una derrota en el viejo Tartiere, se convirtió en el portavoz de sus compañeros para pedirle al entrenador enriquecer la humilde ensalada de lechuga que les estaban sirviendo con algo de proteína a la que hincarle el diente. «Míster, un poquito de bonito… », rogó. «Julio, bonito bonito era ganar en Oviedo», respondió el jefe. Bonitas para él, cuando era un niño, eran las fiestas familiares en las que las mesas lucían la carne que faltaba el resto del año. Y las verbenas. Sobre todo, cuando tocaba aquella orquesta «formidable», los Satélites. «Daba gloria escucharlos. Eso que yo nunca fui bailador», contaba. Sí lo fue. Tuvo que bailar con el triunfo y el fracaso, y sabía desde el primer compás que ambos son dos tremendos impostores, como escribió Rudyard Kipling. Arsenio, o noso bailador.


Comentar