Un plano de Ford
Opinión
27 Aug 2023. Actualizado a las 05:00 h.
Cuando enseñaba cine, el poco que sé, y quería poner un ejemplo de plano que contiene en sí mismo todo el significado de una película, iba a lo fácil y les mostraba a los alumnos el celebrado doorway shot, el plano de la puerta que aparece en Centauros del desierto de John Ford. La película cuenta el largo periplo de un inadaptado (el personaje que interpreta John Wayne) en busca de su sobrina capturada por los comanches, pero a la vez es la historia de la lucha de este hombre contra sus propios prejuicios raciales. En lo primero triunfa, en lo segundo solo a medias, y la escena final nos lo muestra en el marco de la puerta, recortado sobre el fondo desértico, metáfora de su soledad inescapable. De repente, se da la vuelta, camino de la árida lejanía.
Se cumplen estos días los cincuenta años del fallecimiento de Ford y aprovecho para ver otra vez algunos de sus clásicos. Dijo en una ocasión: «Me llamo John Ford y hago películas del Oeste», y la frase ha hecho fortuna entre los cinéfilos. Funciona porque es un ejemplo flagrante de falsa modestia, pero sobre todo porque es tan obviamente falsa. Ford sabía de sobra que había hecho muchas películas de todas clases, y que incluso aquellas que sí eran del Oeste eran también de otra clase. Su obra, de hecho, es tan variada que uno puede ir cambiando de gustos y sin embargo gustarle Ford toda la vida. De niño a mí me entusiasmaba justamente ese Ford del western, con sus épicas filas de soldados de caballería marchando contra un cielo nuboso. Me atraían esos espacios inmensos en los que Ford jugaba a empequeñecer al ser humano, como ese Monument Valley que él convirtió en el paisaje norteamericano por antonomasia (cuando llegó el color, el público se asombró al ver que, en realidad, ese paraje no era grisáceo sino rojizo). De joven, en cambio, en vez de Fort Apache o La diligencia, prefería yo el Ford social y rebelde de Las uvas de la ira, y sus películas irlandesas (La salida de la Luna, La Osa Mayor y las estrellas). Luego me atrajeron más sus trabajos metafísicos, como El delator, esa trasposición del mito de Judas a la Irlanda insurrecta, o el existencialismo de La patrulla perdida, donde uno entiende al final que lo que le han contado no es una historia de guerra en el desierto sino el temor del ser humano al vacío del infinito.
Hoy he visto otra vez El sol siempre brilla en Kentucky, una de sus películas costumbristas sobre el Profundo Sur. Es una pequeña obra maestra: sencilla, elegante, de un neorrealismo de antes de que se pusiese de moda el neorrealismo, la tercera de la trilogía de ese personaje fordiano que es el juez Priest. Ford sabía que ya no haría una cuarta, sobre todo porque el protagonista de las dos primeras, su amigo el humorista Will Rogers, había muerto años atrás en un accidente aéreo. Así que Ford decidió cerrar esta película con un comentario sobre la eternidad, y para ello usó una variante del doorway shot. El protagonista, juez pintoresco, un Sancho Panza en Barataria, justo de tan arbitrario, ha conseguido resolver en una sola escena todos los entuertos de la trama y ya no le queda nada más qué hacer. En el pueblo todos celebran, pero él se va a su casa. Cuando dos amantes reunidos por él van a visitarle para darle las gracias, comprenden que quiere estar solo. No hay diálogo, solo el juez que se aleja por el centro del plano y desaparece a través del marco de una puerta. Le envuelve una mágica oscuridad. El espectador sabe inmediatamente lo que significa.