Tríptico
Opinión
28 Jan 2024. Actualizado a las 05:00 h.
Me pregunto si se seguirán haciendo aquellas fotografías infantiles triples que estaban de moda hace medio siglo. Los padres llevaban al pequeño o pequeña al fotógrafo y le pedían que le hiciese uno de esos retratos en los que el niño aparecía en una foto riendo, en otra llorando y en una tercera mirando a un lugar perdido en un horizonte imaginario. Creo que casi todos los de entonces tenemos una de esas en casa. En la mía estamos mi hermano Antonio y yo: seis niños similares, dos series de trillizos que se miran entre sí, se ríen el uno del otro y se miran con afecto; la de mi hermana Clara María es el tríptico más bonito que he visto nunca. Pero ahora no las encuentro en las casas ni en los escaparates de los fotógrafos, por eso me pregunto si se seguirán haciendo.
Eran una iconografía interesante, aquellas fotos. La cara que ríe y la cara que llora, enlazadas por una guirnalda, es el símbolo del teatro, que aún se ve como detalle en la fachada de las tiendas de ropa que fueron cines. En aquellas fotos infantiles, esto se convertía en una inintencionada profecía de lo que sería la vida: una sucesión desordenada y descompensada de alegrías y penas. A la hora de hacer reír, los fotógrafos disponían de su mayor o menor talento de comediantes, de su habilidad para imitar pajaritos o hacer muecas. Para hacer llorar se les daba a los niños, y después se les quitaba bruscamente, un juguete, y el instinto de la propiedad privada, que es todavía más fuerte entre los pequeños que entre los adultos, hacía el resto. Hoy a nadie se le ocurriría hacer llorar a un niño pequeño a propósito, e imagino que esa es la causa de que haya decaído aquel género de la fotografía triple, pero los padres de entonces querían tener un recuerdo incluso de las lágrimas de los niños. Creo que era porque intuían que es lo que se olvida más fácilmente y que sin embargo constituye una parte más de la infancia. A mí, mi madre me ha contado que el fotógrafo no conseguía hacerme llorar, así que se valía de una técnica distinta que solo funcionaba conmigo: me daba un periódico. No es que llorase por lo que ponía en el periódico (tenía dos años o tres), sino que lo rompía y, cuando estaba hecho pedazos, eso me hacía llorar, en lo que yo quiero interpretar ahora como una temprana preocupación por el futuro de nuestra profesión.
La foto más misteriosa de las tres, sin embargo, era la tercera: aquella en la que el niño miraba, soñador, algo en la distancia. Por supuesto, era su madre o su padre lo que miraba, y por eso su expresión era la de una seguridad y felicidad absolutas, sin matices, como las de los santos en la pintura de los antiguos maestros. Y es que era la contemplación de un dios, antes de que con los años se fuesen revelando sus fallos, pequeños y grandes, y su condición mortal. No, el símbolo del teatro simplifica demasiado: la vida no es solo risa y llanto, existe también ese limbo de felicidad absoluta y tranquila. Desgraciadamente, se siente cuando uno es demasiado pequeño para saberlo, y luego se olvida. Más tarde, brevemente, reaparece en la cara de bobos de los enamorados; alguna vez, precisamente, en la de los padres que miran a sus hijos, y también, en ocasiones, en la de algún anciano, cuando, sentado en una silla en verano, siente la caricia del sol y se queda absorto, pensando en algo. Pero solo en ese tríptico de fotos que cuelgan de la pared se mantiene esa sonrisa fija para siempre, mucho más misteriosa que la de la Gioconda (que, por otra parte, no está sonriendo).