«Aurora borealis»
Opinión
18 May 2024. Actualizado a las 18:44 h.
El fin de semana pasado llegó la tormenta solar, un fenómeno particularmente temido en un mundo tan dependiente de los aparatos eléctricos, pero lo único que dejó fue su rastro de belleza en los cielos: las auroras boreales, que generalmente solo son visibles cerca de los polos. Por desgracia, a mí me sorprendió guardando cama, luchando con el covid una vez más (otra manifestación de la naturaleza). Qué se le va a hacer.
Al menos tengo el consuelo de que he visto la aurora boreal en dos ocasiones. Una vez fue en el Ártico, a bordo de un barco ruso en el que navegaba de las Svalbard a Groenlandia. Los dedos rosados de la aurora que cantaba Homero resultaron ser allí de un verde pálido. Se movían impacientes en aquel cielo gélido y mortecino que languidecía sin apenas llegar a apagarse nunca de todo. Pero esa era una de tantas maravillas en aquel lugar extraño, blanco y vacío, y por eso recuerdo con mayor intensidad la primera vez que vi el fenómeno. Fue en otro barco, esta vez en la costa de Noruega. Hacíamos el trayecto de las islas Lofoten a la solitaria Tromso, la última ciudad de Europa antes del hielo. El barco se adentraba, ya de noche, en el temible Trollfjord, el Fiordo de los Ogros, y el capitán nos invitó a que saliésemos a contemplar la complicada maniobra que tenía que realizar. Consistía en recorrer el estrecho pasillo que los marinos conocen como «la ratonera» y que se extiende a lo largo de casi milla y media entre las montañas gigantescas de mil metros. Las cimas redondeadas, lamidas por miles de años de glaciaciones, tan solo se distinguían en la noche sin luna por el tono más oscuro, de tinta china, con algunas manchas grises de nieve, y porque su silueta la recortaba un vacío en las estrellas que infestaban el firmamento. Acabábamos de entrar por la estrecha boca del fiordo como en la de un animal mitológico cuando, en un gesto silencioso, el primer oficial levantó el índice para señalar la bóveda de la noche. Y fue entonces cuando lo vimos, Pilar y yo.
En aquella ocasión, la aurora boreal era una maraña de luces enrojecidas por el nitrógeno de los orígenes del mundo, borrosas como imágenes de una foto movida, como cortinas de gasa transparente agitadas por el viento de una ventana abierta. Había oído decir que la aurora boreal produce un sonido, un chasquido como el crepitar de una hoguera o una especie de silbido (los esquimales dicen que, si le silbas, la aurora se te acerca como un perro), pero para nosotros fueron, como las llama Whitman en su poema, «las silenciosas y brillantes luces». No es extraño que los antiguos viesen en ellas fantasmas de guerreros o, como los escandinavos, los reflejos de la fragua de Thor, o el fulgor de una antorcha empuñada por un difunto que quiere orientar a los cazadores, como creen los esquimales, porque las Luces del Norte tienen la consistencia sutil de los espectros. Y a pesar de todo eso, el estupor que producen induce una calma y una paz inesperadas. No es el color, sino el movimiento, lo que las vuelve hipnóticas, ese movimiento sinuoso y atávico de ofidio, como de una danza ancestral. The Merry Dancers, «Los alegres bailarines», lo llaman precisamente los pescadores del norte de Escocia.
Tumbado en el cuarto a oscuras en el que estuve aislado todos estos días, en la embriaguez del aburrimiento y el malestar, durmiendo mal y a ratos, me acordaba de aquel espectáculo de hace años. Al cerrar los ojos, bailaban las luces en la caverna oscura de los párpados. Y pensé que podían ser tanto la fiebre como los recuerdos, a veces tan difíciles de distinguir.