La Voz de Galicia

La servidumbre de los rebeldes

Opinión

Carlos Javier Avilés López Doctor en Estudios Hispánicos y periodista

12 Aug 2024. Actualizado a las 05:00 h.

Un hombre todavía joven, aunque apesadumbrado, camina por el pasillo con la cabeza gacha rumiando un desengaño. Suena el teléfono en la sala y responde su compañera, la actriz gallega María Casares. Al otro lado del audífono la voz de Octavio Paz pregunta: «¿Cómo está Alberto?». María responde: «Se pasea por la casa como un toro herido». Naturalmente, Alberto no es otro que Albert Camus, que acaba de recibir con decepción la crítica de su otrora amigo Jean Paul Sartre a su libro recién publicado, El hombre rebelde, en el que Camus condenaba las ideologías que exigen el sacrificio de los inocentes a la divinidad de la Historia. Paz lo había visto venir y le había advertido que Sartre sería implacable con él, pues el libro de Camus no podía considerarse sino una herejía para aquel sumo sacerdote del dios marxista de la Historia, el filósofo que acababa de estrenar la obra El diablo y el buen Dios, la cual había causado en Paz una nefasta impresión por la defensa jesuítica del estalinismo que subyacía en ella. Él ya había asistido al auto de fe contra André Gide por su denuncia de los crímenes de Stalin que tuvo lugar en plena Guerra Civil española, en 1937, con ocasión del Congreso de Intelectuales Antifascistas de Valencia; así que, cuando leyó los primeros capítulos del nuevo libro de su amigo Camus, supo que Sartre -al que sabía «de esa estirpe dura de los sectarios» de la que hablaba Chaves Nogales- lo iba a atacar sin piedad. Camus negó tal posibilidad entonces y acabó por llevarse un gran desengaño. Que Sartre lo acusara de hacerle el juego a la derecha y el capitalismo no era solo una decepción, sino una infamia. No obstante, la respuesta de Sartre a la publicación de El hombre rebelde no se entiende solo por su condición de prefecto de la verdadera fe, sino por haber visto de pronto destrozada su imagen de intelectual contestatario. La digna posición de Camus había dejado en evidencia que la actitud de Sartre ante el poder arbitrario, por contraste, dependía de quién lo ejerciera y quiénes fuesen sus víctimas.

Me ha venido a la memoria estos días el vanidoso filósofo francés al contemplar el triste espectáculo ofrecido por los dirigentes de Sumar y Podemos y por el expresidente Zapatero ante el obsceno fraude electoral perpetrado por Nicolás Maduro en Venezuela y la represión contra los disidentes que sigue llevando a cabo su sangriento régimen. Resulta realmente lamentable ver a un desatado Juan Carlos Monedero bailando junto a Maduro en un acto de campaña, o presenciar el atronador silencio de José Luis Rodríguez Zapatero, infatigable correveidile del régimen, uno de los pocos que se han prestado a hacerle el juego a la dictadura como «observador» internacional del proceso electoral junto a otros miembros del Grupo de Puebla que habían demostrado suficiente escasez de escrúpulos para llevar a cabo la tarea de mirar para otro lado. Ya han pasado dos semanas desde la consumación del fraude y Zapatero sigue desaparecido; los últimos informes de la NASA lo sitúan en la órbita de Saturno. También guarda silencio Íñigo Errejón, otrora conspicuo defensor del chavismo. En cambio, más audaz, aunque taimada, ha sido Yolanda Díaz, que ha optado por aplicar el non si gallego a la coyuntura venezolana y ha pedido a la vez el reconocimiento de la victoria de Maduro y la transparencia en el recuento de votos. No ha disimulado tanto, sin embargo, su compañero de partido Enrique Santiago (próximo a la extinta guerrilla de las FARC y, por tanto, hombre de pocos matices), quien no ha dudado en pedir el reconocimiento para la fraudulenta victoria de Maduro, como también han corrido a hacer Irene Montero y sus compañeros de Podemos, claro está.

 

Los esbirros de Maduro, mientras tanto, se dedican estos días a tirar puertas abajo en mitad de la noche y secuestrar sin orden de arresto alguna y sin destino conocido a testigos de mesa que se atrevieron a contar lo que vieron, defensores de derechos humanos y miembros de la oposición; mientras el Tribunal Supremo de Venezuela, compuesto enteramente por marionetas del régimen, cocina el pucherazo y las actas de votación son alteradas por piratas informáticos llegados de China, según las últimas informaciones. Entretanto, palmeros habituales de la tiranía chavista, como el presidente de Colombia, Gustavo Petro, o el mexicano Andrés Manuel López Obrador, se dedican a escamotearle apoyos a la oposición democrática, que está siendo perseguida, y piden a María Corina Machado que se haga a un lado para facilitar una transición pacífica, cuando la violencia en Venezuela la monopoliza hoy, como ayer, el sanguinario Maduro. No obstante, desde la perspectiva de los dirigentes de Sumar y Podemos, o del escurridizo Zapatero, no es la suya una posición inmoral, puesto que entienden el mundo y la política como un Juego de tronos sin reglas ni derecho, donde uno debe tener menos escrúpulos que sus adversarios si no quiere sucumbir ante ellos. Bajo esa tenebrosa luz se entiende que Pablo Iglesias ande estos días compartiendo en redes sociales un perfil completamente sesgado de la líder opositora María Corina Machado, sin compasión ni ecuanimidad para quien puede ser secuestrada en cualquier momento por las fuerzas del régimen.

Ante tanta infamia, uno puede perder la esperanza, sentirse sucio de presenciar tanto cinismo. Por eso hoy conviene recordar, como quien abre una ventana para que entre el aire fresco, a ese hombre honrado y lúcido que fue Albert Camus: «Rechazar el fanatismo, reconocer la propia ignorancia, los límites del mundo y del hombre, el rostro amado, la belleza, en fin, he ahí el campo donde podemos reunirnos con los griegos», proclamaba en la bellísima colección de ensayos El verano. Ese amor por el límite (moral y político) contagió a Octavio Paz, quien, en su memorable entrevista en el programa A fondo, que dirigía magistralmente Joaquín Soler Serrano en una TVE todavía libre de cocineros, nos recordaba que la política no es una religión, y, por tanto, no puede salvar a la humanidad; de manera que no cabe justificar ninguna injusticia en su nombre. La política, clamaba Paz, es un arte: el arte de convivir. Por eso, ante los que callan, consienten o jalean al régimen criminal de Maduro en nombre de una ideología redentora o de la mera conveniencia política, hoy el lugar de los demócratas de izquierda está junto al proyecto de reconciliación democrática de Edmundo González y María Corina Machado, que consiguió la abrumadora mayoría de los votos de los venezolanos el pasado 28 de julio a pesar de la manipulación del censo, los impedimentos para que los más de siete millones expatriados pudieran votar y las continuas inhabilitaciones e intimidaciones a los líderes opositores por parte del régimen. Porque, como escribió, de nuevo, Camus en La peste, «en esta tierra hay plagas y víctimas, y, en la medida de lo posible, hay que negarse a estar con la plaga».


Comentar