Comercialización de energía: zapatero, a tus zapatos
Opinión
04 Oct 2024. Actualizado a las 05:00 h.
La Xunta anuncia la creación de una comercializadora pública gallega de energía. No es la primera —ni será la última— Administración pública que emprende una iniciativa similar. Que tenga éxito ya es más difícil. Y lo es porque la ley impide que las Administraciones públicas intervengan en un mercado libre sin respetar las normas de libre competencia. Es políticamente tentador, pero no es posible destinar recursos públicos a abaratar el recibo de la luz de algunos consumidores, por muy loable que la iniciativa nos parezca a tenor de su situación de vulnerabilidad o de la afección social o medioambiental que les causan las instalaciones de generación próximas a su domicilio.
Es cierto que la Constitución española reconoce expresamente la iniciativa pública en la actividad económica, pero no lo es menos que el derecho europeo —no es, pues, un capricho español— limita esta a su actuación como cualquier otra empresa, esto es, sometida a los principios de libre mercado y competencia. No es posible, por tanto, que los vecinos de las infraestructuras de generación de energía eléctrica, por comprar la luz a través de una empresa con participación pública, se beneficien de descuentos del 50 % respecto del precio medio del mercado, como se nos anuncia.
El mercado eléctrico, además, es muy complejo y requiere de personal muy especializado que solo un mínimo volumen crítico de energía permite rentabilizar. Alcanzar este volumen con áreas muy restringidas de territorio y población lo hace aún más difícil.
Para vender energía, antes hay que comprarla. Los vendedores son, en su inmensa mayoría, centrales de producción operadas por empresas privadas y sometidas igualmente a los principios de mercado. Así que no cabe comprar más barato por ser administración pública, por mucho que la energía piense destinarse a los vecinos de las inmediaciones de la instalación.
Pero es que, además, hay que poner y mantener importantes garantías económicas en los mercados, gestionar las compras y ventas de energía en tiempo real (la electricidad no se almacena, lo que la hace muy peculiar), contratar con las empresas que operan las redes eléctricas, tener capacidad de facturar a los clientes finales, atender sus incidencias y reclamaciones… El mercado cuenta actualmente con centenares de empresas que tratan de hacer todo ello con la mayor eficiencia posible y, además, obtener un beneficio que, en promedio, no supera el 5 % de la facturación. No parece razonable pensar que una empresa pública vaya a revolucionar el mercado y conseguir abaratar sustancialmente los precios, por muy eficiente que pudiera resultar.
Las administraciones públicas tienen a su disposición muchos mecanismos de compensación y de redistribución de la riqueza que sí son, por el contrario, compatibles con la ley. Dotar de presupuestos a los ayuntamientos para que, a través de sus servicios sociales, contribuyan a pagar los recibos de la luz de los vecinos más vulnerables es uno de los más destacados; como también lo es destinar parte de los impuestos pagados por las empresas productoras de energía a mejorar las carreteras, los medios de transporte, los colegios, los polideportivos y el resto de infraestructuras que contribuyen decisivamente a vertebrar el territorio.