Sin noticias
Opinión
12 Oct 2024. Actualizado a las 05:00 h.
Uno de los más famosos psiquiatras del siglo XX, Carl Jung, decía que pensar es difícil y que, por eso, la mayor parte de la gente juzga. Parece fácilmente comprobable que cuando se dispone de menos capacidad para pensar, más se juzga. Un niño llega rápidamente a conclusiones morales contundentes, drásticas, sobre sus padres o sus profesores: «Papá es malo, la profesora es buena». Con matices incluso más atrevidos, ocurre otro tanto en la adolescencia. En un proceso de maduración normal, sano, a medida que vamos ganando en edad también nos volvemos más comprensivos y se apodera de nosotros un miedo creciente a juzgar a los demás. Al menos, a juzgarlos mal. Nos damos cuenta de que no podemos saberlo todo y de que las personas actúan por motivos distintos de los nuestros: motivos que se nos escapan o que no llegamos siquiera a imaginar. Quien nunca ha estado enamorado, por ejemplo, encontrará ridículas, cursis, poco razonables o incluso idiotas las cosas que se dicen los novios y sus gestos. Quien ama, sin embargo, comprende. O por lo menos, se abstiene de juzgar.
Claro que juzgar es más cómodo. Un insulto o una descalificación general ahorran el esfuerzo de razonar una respuesta. Basta con llamarle al otro facha, rojo o hijo de lo que sea. Cualquier coeficiente de inteligencia alcanza, por muy escaso que parezca, para el insulto. Aunque también en la calidad de las invectivas existen grados, a los niveles básicos llega cualquiera.
Para argumentar se necesitan datos y capacidad de interpretarlos. Por eso me da miedo esta marea creciente de personas que esquivan las noticias, que no quieren saber, que prefieren no enterarse. Si se abstuvieran luego de juzgar e incluso de votar, todavía...