La Voz de Galicia

Enrique Martínez, sacerdote: «En cada parroquia por la que pasas te queda un pedacito de corazón»

Entrimo

fina Ulloa ourense / la voz Sacerdote
Enrique, en la parroquia de A Carballeira

Seis décadas después de haberse ordenado cura sigue ayudando a sus sucesores

28 May 2023. Actualizado a las 05:00 h.

Enrique Martínez Díaz acaba de cumplir 60 años como sacerdote de la Diócesis de Ourense pero recuerda perfectamente cuando empezó a pensar en que ese podía ser su destino. «Fue durante una de aquellas novenas de ánimas que solía celebrarse en los pueblos y a la que vino un franciscano. Me cayó tan bien que pensé que quería ser como él» dice. Tenía entonces once años y, pese a que ya vivía con su tío, que era párroco en Poulo (Gomesende), no se lo había planteado antes. Dos años después de la visita de aquel predicador ingresó en el seminario de Ourense. «No se puede decir que en aquel momento yo tuviera una vocación muy fuerte. Es algo que fue madurando poco a poco», reconoce.

Se ordenó en 1963 y su primer destino le llevó al pueblo de A Illa, en Entrimo, con el encargo de atender también a Olelas, a varios kilómetros de distancia, cerca de la frontera con Portugal. «No tenía ni idea de la zona. Me la señaló el obispo Temiño en un mapa», cuenta. Recuerda que había estado dos meses esperando destino. «No había parroquia para mí. De aquella sobrábamos los curas», bromea.

Hoy la despoblación ha dejado huella en ambas parroquias, pero Enrique recuerda que en aquel momento el número de fieles a su cargo era considerable. «Para misa podían reunirse tranquilamente más de 80 personas», apunta. Solo estuvo un año en ese destino pero guarda un recuerdo especial. «Me sentí feliz. Me habían dicho que era una zona problemática porque por allí había mucho tráfico de contrabando, pero yo nunca tuve ningún problema. Era una gente muy afectuosa», cuenta. Eso sí, este cura octogenario no se anima a señalarla como el mejor de los destinos por los que pasó. Dice que de todos tiene buenos recuerdos. «La verdad es que me sentí muy bien acogido siempre. Yo creo que si ven que te entregas, que eres desinteresado y ayudas cuando está en tu mano, las personas siempre te responden. La gente es mejor de lo que creemos y de lo que decimos», asegura.

Desde Entrimo lo mandaron al Seminario Menor de Ourense. Fue, durante nueve años, uno de los dos curas encargados de la comunidad de los pequeños. «Entonces había allí unos 250 chavales. No era fácil, sobre todo los días que llovía. Había que ingeniárselas para divertirlos porque no teníamos televisión», recuerda. Los juegos de mesa y el pequeño patio cubierto «en el que había días que corrían cincuenta detrás del mismo balón», eran las alternativas.

Luego llegó su primera parroquia periurbana, la de Reza, que compaginó con las clases en el seminario. Pasaron cinco años antes de que, curiosidades de la vida, lo destinasen a Poulo, aquella parroquia donde pasó parte de su infancia. «Tengo que reconocer que aquel fue un cambio que me costó. Era volver a vivir solo después de haber pasado tanto tiempo en comunidad con los compañeros sacerdotes», comenta. Cuenta que las casas parroquiales no ayudaban: «Generalmente estaban apartadas del resto del pueblo, aisladas. En este caso, además, rodeada de monte». «La soledad a los curas también nos pesa», añade.

Eso sí, dice que nunca pasó miedo, a pesar de que sabía a ciencia cierta que había lobos en el entorno. «Cuando te crías en pueblos no tienes esa aprensión que puede sentir las personas que son más de asfalto», razona. Cuenta que aquellas casas destinadas a vivienda del cura solían ser, además, inhóspitas. «Eran demasiado grandes y frías. Yo lo que hacía era cerrar todas las habitaciones que no usaba y solo iba de vez en cuando para ventilar y comprobar que no había ratones o alguna alimaña».

Pero reconoce que la opción rural tenía otras ventajas. Una de ellas era que sintonizaba muy rápido con los feligreses, quizá porque él mismo nació y se crio en un pueblo. La posibilidad de cultivar su propio huerto era otro aliciente. «Me gusta enredar un poco», comenta restándole importancia a esa afición por la agricultura. Cultivaba pimientos, tomates, lechugas y también algunas flores Tuvo conejos e incluso un perro que le acompañó en un par de destinos. «Era el que avisaba si venía alguien. Otro timbre no había. El pobre murió en Mugares, donde estuve otro quinquenio», recuerda. Finalmente lo destinaron a la parroquia del Sagrado Corazón. «Aquí es donde he echado más raíces. Es verdad que en cada parroquia por la que pasas te queda un pedacito de corazón, pero esta última me ha marcado más porque al fin y al cabo han sido treinta años», razona.

«Los seminaristas actuales me parecen jóvenes muy valientes»

Enrique Martínez Díaz reflexiona también sobre la falta de vocaciones que ha vaciado los seminarios, incluido el de Ourense, donde él se formó. «Conmigo se ordenaron otros trece. Y ahora, cuando veo que a veces va uno, otras veces dos, pues me da pena», asegura. Eso sí, también dice que siente admiración por estos jóvenes. «Los seminaristas actuales me parecen muy valientes, porque si ya nosotros nadábamos a contracorriente, hoy lo hacen mucho más. La juventud no quiere compromisos y menos si es para una entrega a Dios y a los demás» reflexiona. También encuentra otra diferencia con respecto a su generación. «Ahora muchos son de vocación tardía. Llegan incluso después de haber hecho otras carreras y otra vida, con una visión que nosotros no podíamos tener, no solo porque entrábamos antes, sino que incluso no teníamos ni vacaciones de Navidad. No tenías el tiempo para conocer qué era el mundo ni la juventud. Ellos tienen una percepción de la realidad que nosotros no teníamos», comenta.

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