La paradoja de la pizza
Ocio@
La historia de un restaurante que ganaba dinero comprando sus propias pizzas a través de una app
03 Jun 2020. Actualizado a las 15:31 h.
El tema era lo suficientemente pintoresco como para hacerse viral. AJ empezó a recibir decenas de llamadas de clientes enfadados. Se quejaban porque estaban recibiendo pizzas diferentes a las que habían encargado; o que estas llegaban frías y querían que les mandara otra. Algo que no tendría nada de excepcional si no fuera porque la pizzeria de AJ no tiene servicio a domicilio.
Lo que en realidad estaba pasando era que DoorDash, líder del sector del reparto de comida a domicilio en Estados Unidos, con un 35% de cuota de mercado, había incluido una opción de reparto a domicilio en la ficha del restaurante en Google, por su cuenta y riesgo. Cuando la gente llamaba para pedir una pizza a AJ, quien realmente hablaba con ellos era un operador de DoorDash, que después llamaba al restaurante para encargar la pizza y mandaba a un repartidor a pagarla, recogerla y llevársela al cliente final.
Incluir en tu plataforma comercios con los que aun no has cerrado un acuerdo es normal cuando intentas crear un marketplace, que es el modelo del delivery. Tienes oferta (restaurantes dispuestos a pagarte una comisión por venta) porque tienes demanda (gente dispuesta a pedir comida a domicilio); y tienes demanda porque tienes oferta. Es un círculo virtuoso muy complicado de atacar por nuevos competidores... una vez que hayas conseguido montarlo, claro. Porque, si empiezas de cero, ¿cómo conseguirás oferta sin demanda o demanda sin oferta? Ese es el problema que la poco convencional estrategia de DoorDash intentaba resolver.
Lo que pasa es que una cosa es simular que una empresa se ha integrado en tu plataforma y otra, muy diferente, vender productos o servicios a precios diferentes, haciéndote pasar por la misma. La estrategia de DoorDash generó varios problemas a AJ, como un puñado de reviews negativas en Yelp, pero lo que más le indignó fue que revendían sus pizzas por un precio inferior al que él cobraba. Las especialidades con un montón de ingredientes que costaban 24 dólares estaban a la venta en DoorDash por apenas 16.
AJ le contó la historia a su amigo Ranjan, un antiguo corredor de bolsa con un excelente blog sobre negocios y tecnología, y este le sugirió que empezara a hacerse pedidos a sí mismo. Puede que DoorDash bajara los precios aposta para captar clientes. O puede que, al scrapear la carta del restaurante de AJ, se equivocaran al recoger el precio de la pizzas, pero sería divertido averiguarlo y comprobar hasta dónde podrían explotar esa inconsistencia. Al fin y al cabo, ellos habían empezado todo esto y, si funcionaba, ganaría un puñado de dólares que no saldrían del bolsillo de un sufrido hostelero local sino de las arcas de todos los inversores de capital riesgo que habían metido 400 millones de dólares en la última ronda de financiación de la compañía de delivery. Dinero suficiente para pagar unas cuantas pizzas.
AJ hizo un primer pedido de 10 pizzas a su propio restaurante a través de DoorDash por 160 dólares. Al poco rato apareció un repartidor que recogió las pizzas y le pagó 240 dólares por ellas con tarjeta de crédito. Por estúpido que pareciera, acababa de descubrir un sistema con el que podía ganar dinero regalando su propia comida, explotando los fallos de un tercero. Cuando llamó a Ranjan de nuevo para contarle cómo había ganado los 80 dólares más absurdos de su vida, este le dio otra idea: mandar solo la masa de la pizza y así ahorrarse el coste de los ingredientes (alrededor de 7 dólares por pizza) para ganar hasta 150 dólares por pedido. Sorprendentemente, funcionó -los repartidores no comprobaban lo que había dentro de las cajas- y durante algunas semanas estuvieron haciendo este tipo de pedidos para comprobar cuándo DoorDash se daría cuenta de lo que estaba pasando y pondría fin a la sangría. Nunca lo hizo y Ranjan escribió un post desternillante contando todo este disparate que se hizo viral. Sin embargo, como casi siempre, la parte más interesante de la historia se encuentra más allá de la simple anécdota.
A partir del artículo de Ranjan, se pueden extraer varios datos y cifras que hacen que hasta Forbes se plantee si tiene sentido un modelo de negocio como el del delivery que, tal como funciona actualmente, todo el mundo parece odiar.
No hay que ser un lumbreras para darse cuenta de que algo no encaja cuando un servicio de mensajería urgente en Madrid te cuesta alrededor de 20 jeroclos -sin que se conozca a mucho mensajero millonario- y la mayoría de plataformas de delivery no llegan a cargarte ni 5 euros por el servicio. Puede que algún motivao intente argumentar que la tecnología permite optimizar costes, pero dejemos los elevator pitches para el Web Summit o algún otro circo estartapil. El valor principal del servicio -la mensajería punto a punto- no escala, por mucha app que tengas y te pongas como te pongas. Como mucho podrá reducir sus costes a golpe de drones, aunque me cuesta visualizar un futuro cercano en el que un dron volador -por ejemplo- abra la puerta de hierro forjado del edificio donde vive mi amigo Yeray y suba por las escaleras hasta el quinto piso para entregar una bandeja de sushi en perfecto estado.
Es evidente que la pasta de verdad no la sacan del consumidor final, sino del comercio, al que llegan a cobrar hasta un 30 % del importe del pedido. La situación es aún peor en Estados Unidos, donde el pedido telefónico está mucho más arraigado que aquí y las empresas como DoorDash o GrubHub cobran una tarifa plana -basado en el ticket medio- por cada llamada que gestionan, lo que provoca que un restaurante pueda no ya perder dinero sino tener que pagar por recibir un pedido si este es relativamente pequeño, como por ejemplo un café para recoger. Sin embargo, aunque estruje los márgenes de los restaurantes, el delivery sigue sin ser un negocio especialmente rentable.
A pesar de facturar 900 millones de dólares, en 2019 DoorDash perdió 400 millones. En el último trimestre de 2019, aunque vendió 734 millones de dólares, UberEats palmó 461 millones de dólares -joder, hay que ser muy pro para perder 461 millones en solo tres meses- y Glovo evaporizó 190 millones en 2019, casi lo mismo que facturó, según Jesus Martínez de La Información.
Pero lo peor no es que estás compañías ganen dinero sino que no saben si alguna vez podrán hacerlo. En octubre del año pasado, después de firmar un trimestre con 322 millones de dólares de facturación y solo uno de beneficios (2 centavos de ganancia por pedido), GrubHub envió una carta a sus inversores en la que afirmaba que no creían que «una empresa pueda generar ganancias significativas solo con el componente logístico del negocio». O lo que es lo mismo, que el delivery siempre será un negocio de márgenes bajos en el mejor de los casos y fían sus potenciales beneficios a sus ingresos como plataforma publicitaria y generador de pedidos, el delivery solo es la excusa para vender esa publicidad.
¿Le merece la pena al comercio ceder un 10, un 15 o un 30% de un margen ya de por sí estrecho a cambio de conseguir más ventas o llegar nuevos clientes? No tengo ni idea, pero parto de la base de que nadie es imbécil. ¿Consigue más ventas Goiko por estar en Deliveroo o es esta última la que tiene más descargas de su app por contar con Goiko en su oferta? Supongo que, en plena burbuja de la hamburguesa gourmet, un Goiko de la vida puede exigir que esa comisión sea mucho más baja mientras que Bocatas Manuel conseguirá pagar «sólo» un 15% a cambio de estar en exclusiva con una determinada plataforma. Lo que no tengo tan claro es que Glovo, UberEats o DoorDash puedan vivir de los pedidos de Bocatas Manuel y restaurantes similares.
Es evidente que el sistema no funciona y, sobre sus ineficiencias, han empezado a surgir otros modelos de negocio como el de las cocinas fantasmas, pero a lo mejor la clave es mucho mas sencilla: los beneficios y la cotización de compañías como Papa John's o Domino's Pizza parecen indicar que el delivery funciona y es rentable cuando está integrado verticalmente en toda la operativa del restaurante. Y, sobre todo, cuando eliminamos un punto geográfico de la logística de reparto. Cuando los repartidores tienen una base. Cuando trabajan con un establecimiento.
Pero si es evidente que el sistema no funciona, al menos tal y como está concebido actualmente, ¿por qué los inversores de capital riesgo siguen enchufando miles de millones en el sector? Desde fuera parece que la estrategia es financiar el crecimiento a cualquier coste de estas empresas a cambio de sacrificar su rentabilidad con el objetivo -supongo- de hacerse con una posición de mercado dominante donde puedan imponer tarifas que por fin les lleven a la rentabilidad, pero el modelo parece podrido hasta los cimientos.
Se supone que una startup es una empresa que prueba un nuevo modelo de negocio que sea, gracias a la tecnología, potencialmente escalable y altamente rentable en un futuro cercano, pero ni una estrategia de winner takes all parece especialmente novedosa ni se ha creado ninguna tecnología disruptiva ni hay escalabilidad en el mundo del delivery. Y, aún en el caso de que alguna de estas empresas consiguiera su objetivo, su éxito no estaría basado en una ventaja competitiva sino en constituirse como monopolio de facto, lo cual es muy lícito -y también muy lucrativo- pero como objetivo vital me parece un objetivo de mierda, tanto desde el punto de vista del emprendedor como el del inversor. En el intento están arrasando por completo un mercado, acostumbrando a los consumidores a un servicio y coste que no parece viable a largo plazo y eliminando por el camino a todas las empresas que no tengan pólvora del rey para financiarlo.
Pero a lo mejor el rey está desnudo. A lo mejor la historia de AJ tiene menos que ver con pizzas de lo que creíamos y, en realidad, solo es una parábola para ayudarnos a reflexionar sobre qué estamos haciendo en la industria tecnológica en general, cómo lo estamos haciendo y -sobre todo- si tiene algún sentido.
Bonilista publicada gracias al apoyo de Geekshubs
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