Una aventura para buenos caminantes que acaba en la central eléctrica de San Xoán de Fecha
Santiago
No hay más asfalto que el inicial, de modo que esta es una ruta para personas bien entrenadas en la bicicleta de montaña
23 Nov 2024. Actualizado a las 22:06 h.
Sobre mapa todo parece fácil: antes de que Ponte Alvar esté a la vista queda a la izquierda un grupo de casas con el mismo nombre. De su parte trasera arranca un camino cercano al Tambre que va a subir y permite una vista magnífica del río. No es el único, puesto que desde la carretera que va a Lamascal, cuando se lleva menos de un kilómetro, parte otro a la diestra que se une al anterior. Y convertidos ambos en uno y en serio descenso, este muere en la central eléctrica de San Xoán de Fecha. No hay más asfalto que el inicial, de modo que esta es una ruta para personas bien entrenadas en la bicicleta de montaña. Resulta exagerado calificarlo de itinerario difícil, pero sí de algo duro, a lo que sin duda estarán acostumbrados quienes dan pedales con asiduidad por los montes gallegos adelante.
¿Y el resto de los mortales? Pues disponen de una alternativa, por suerte. Coche desde Santiago por la carretera a Santa Comba y una vez pasado el punto kilométrico 5 aparece, a la derecha, una vivienda unifamiliar de tonos ocres. Justo al dejarla atrás nace un desvío que conduce a Lamascal, y mucho más adelante surge otro que invita a elegir a la diestra y en vez de dirigirse a Vilar de Rei hacerlo hacia San Xoán de Fecha y prepararse para descender con calma.
Esta última aldea es una mezcla de historia y tiempos modernos. El fin del mundo para algunos, un paraíso de tranquilidad para otros. Es ahí donde se impone dejar el coche, pasada la primera casa con su hórreo de teja plana con cruz y pináculo coronándolo (hay más hórreos en la parte baja). Algunas viviendas —como una quizás de origen tardomedieval, con el número 1— se ven arruinadas, otras impecablemente restauradas con la piedra de sus muros llenando la retina.
Pero lo que más destaca no es eso, sino su iglesia, a todas luces levantada siguiendo las directrices del barroco y con un cruceiro frente a ella que remata en una cruz muy sencilla.
El excursionista debe buscar en el fondo de la aldea un camino que tira hacia el Tambre, cosa harto sencilla. Le esperan tan solo ochocientos metros, ¡pero qué ochocientos metros! Porque le van a ocupar como mínimo los siguientes veinte minutos de su vida, casi tantos como a la vuelta. Y esto puede sonar extraño, pero es que bajar resulta más difícil que subir, donde todo consiste en encontrar el paso de cada uno y poner un pie ante otro. Bajar no. Bajar es forzar rodillas y tobillos, mientras se ven dos carteles de madera, muy sencillos, con grandes flechas verdes pintadas en ellos. A estas alturas, mera decoración.
Ese descenso carece de comodidad, en efecto, pero resulta maravilloso al ojo y al alma, tanto que el excursionista se fija más en la multitud de helechos que en los más o menos aislados eucaliptos. Además, no se registra ni el más liviano ruido, y tan solo rompen el silencio, en primavera y en verano, los trinos de los pájaros. Como anotación práctica, en la bifurcación a menos de diez minutos de la partida no hay que seguir al frente sino por la derecha. Justo lo contrario de lo que procede en la siguiente, unos metros más allá.
Como pasa escasa gente, poco a poco el camino se cierra y estrecha durante un centenar de metros. Vuelve a ganar anchura cuando se empieza a escuchar el Tambre. Y de repente, el final: ahí está la central eléctrica, que por supuesto carece en encanto. Todo el encanto lo muestra el Tambre, que se precipita para intentar abrirse camino en medio de las montañas. ¡Y lo consigue!