La plaza del paraíso
Sociedad
Irak debería estar mejor sin Sadam Huseín, efectivamente. Y ese es el problema: que no es así
09 Jul 2016. Actualizado a las 05:00 h.
Cuando las primeras tropas norteamericanas llegaron al centro de Bagdad, aquel abril del 2003, Kadhim Shafif Hasan al-Jabouri fue uno de los primeros bagdadíes que se dirigieron a la plaza Firdos para destruir la estatua de Sadam Huseín que se alzaba allí. Los soldados les habían invitado a esa ceremonia simbólica pidiendo voluntarios por medio de megáfonos, y Kadhim, que era mecánico de motocicletas, se fue allá con un martillo pilón que tenía en el taller. Aparece en todas las fotos, golpeando inútilmente al dictador gigante de piedra. Es una escena épica y torpe a la vez, porque la enorme cara de Sadam parece que se burla de los esfuerzos de Kadhim con su sonrisa sardónica -la que él lucía casi siempre-.
Lo que sucedió a partir de aquí se puede ver retrospectivamente como una rápida secuencia de premoniciones. Los civiles iraquíes no fueron capaces de coordinarse para derribar la estatua. Los marines, cuando se ofrecieron a ayudar, metieron la pata al colgar sobre la cara del dictador una bandera norteamericana, lo que provocó un tenso silencio en la plaza. Al final, la estatua cayó arrastrada por un vehículo blindado, con estruendo pero sin solemnidad. Como Irak.
Dos meses después, todavía había algo de confianza en el futuro cuando se inauguró una nueva escultura en la plaza Firdos -cuyo nombre significa «la plaza del paraíso»-. El monumento pretendía celebrar la unidad de Irak y era obra de un artista llamado Bassem Hamad al-Dawiri. Pero cuatro años después, al-Dawiri había muerto y otros cuatro años más tarde su monumento había sido demolido también, mientras el país se desgajaba y se desangraba en una guerra civil interminable.
Esta semana, Tony Blair, uno de los artífices de aquella invasión de Irak del 2003, compareció ante la prensa para defenderse de las críticas. Lo hizo con una voz quebrada, sacudido por la emoción. Pero esa emoción no era la del arrepentimiento, sino la del orgullo herido: sigue creyendo que lo que hizo estuvo bien y que «volvería a hacerlo». «Irak está mejor sin Sadam Huseín» volvió a repetir, como tantas veces.
Irak debería estar mejor sin Sadam Huseín, efectivamente. Y ese es el problema: que no es así. Y esa aberración, esa perversión de lo justo, es el tuétano de la culpa de Blair.
Por eso me interesó más otra entrevista que se difundió el mismo día. En ella hablaba Kadhim Shafif Hasan al-Jabouri, aquel mecánico de bicicletas que, hace trece años, había intentado destruir la estatua de Sadam en la plaza Firdos. Un periodista le ha localizado en el exilio, en Beirut, donde vive ahora, como muchos otros refugiados iraquíes.
Kadhim se explicó mejor esta vez. Su relación con el régimen de Sadam Huseín, como la de tantos iraquíes, era más ambigua de lo que hubiese querido reconocer. El dictador había hecho matar a más de una docena de sus familiares, pero por otra parte él había ganado dinero reparando la colección de motocicletas de Sadam. Luego había caído en desgracia, por razones que Kadhim prefería no aclarar, y se había pasado un año y medio en la cárcel. Por eso había querido destrozar la estatua. Pero ahora se arrepentía. «Todo ha ido a peor año tras año: corrupción, matanzas, saqueos. Sadam ya no está», dice Kadhim, «pero ahora hay mil como él en su lugar». Y añadía algo todavía más duro de escuchar en boca de un iraquí: «Cuando pasaba junto al lugar donde estaba la estatua, sentía vergüenza. Me preguntaba por qué lo había hecho. Me gustaría hacer otra igual y volver a ponerla ahí».