La Voz de Galicia

Mateo invita a sus padres a dos viajes al año: «Mi padre me dijo: 'Ahorra', mi madre saltó: 'Disfruta', y empezamos a viajar los tres»

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Ana Abelenda
Mateo con sus padres en Famara, en Lanzarote.

«No es un gasto, es una inversión en felicidad», asegura este fisioterapeuta de Santiago que se siente orgulloso de su madre, de su giro a los 80 años. Estas madres son «influencers» sin necesidad de TikTok

09 May 2023. Actualizado a las 19:20 h.

Puede sonar «un poquito naíf, a pájaros y a flores», pero la idea que Mateo Martínez (Santiago, 1977) tiene de su madre es para enmarcar. «No se parece a la que tenía de adolescente, ese momento en que tienes peleas con ella, con tu padre y con todo el planeta. Mi madre es hoy para mí la representación perfecta del amor incondicional. Está siempre. Siempre cuento con ella», asegura Mateo, que saborea con sus padres este tiempo en el que la adolescencia ya voló.

 

Las necesidades han cambiado, como la edad. Pero a lo largo de los años Mateo se ha sentido querido tal como es, sin necesidad de méritos; el amor de sus padres no ha visto cambios. «No siempre como padre o como madre tomas las decisiones adecuadas, no pasa nada. Aunque no siempre acierten, siempre están. Tampoco acierto siempre yo», subraya.

Los padres de Mateo, Tino Martínez y Josefina Lage, han trabajado duramente toda la vida y han estado enfermos recientemente. Por eso, él valora aun más el privilegio de su compañía. «Mi padre casi se muere hace poquito y lo tenemos todos a flor de piel», revela este fisioterapeuta de Santiago. A Mateo se lo han enseñado un giro laboral y varias experiencias vitales, de las que te zarandean y cambian el punto de vista: «Somos muy frágiles. Hay que darse cuenta de que las cosas cambian de un segundo a otro y algo con lo que cuentas de manera permanente y dices: ‘No pasa nada, siempre está ahí’ mañana puede no estar». Para decirse a diario.

En el trabajo en la clínica en Compostela que Mateo montó tras decidirse a dejar una empresa y emprender le permite la oportunidad de cogerse una serie de días repartidos al año para viajar. «Me puedo permitir pagar mi viaje y el de mis padres para que disfrutemos juntos, para que vean otras cosas. Es algo que no quería dejar pasar para que no se hiciese tarde», cuenta.

Mateo es el que invita a viajar, y el disfrute en compañía de sus padres la compensación. «Mi padre en algunos viajes me decía: ‘Mateo, ahórrate la pasta’. Y yo: ‘No estoy gastando el dinero, es una inversión. Estoy invirtiendo en recuerdos, en buenos recuerdos con mis padres», no duda. «Esas dos o tres escapadas al año con mis padres son la inversión perfecta».

 

Un belén en Roma

Hubo una frase de su madre que marcó un antes y un después. «Al cuarto o quinto mes de abrir la clínica donde trabajo, les conté a mis padres lo que había facturado, empezaba a irme bien. Mi padre me dijo: ‘Ahórralo’. Ahí se invirtieron los roles; mi madre, que era la temerosa, inmediatamente, saltó como un resorte y dijo: «Disfruta, gástalo, no hagas como hice yo. Nosotros hemos trabajado toda la vida, nos hemos hecho mayores y yo no conozco el mundo». Su madre había crecido con una madre «controladora y absorbente», sin oportunidad de volar. «Cuando mi madre me dijo aquello ese día, llegué a casa y reservé el primer vuelo que encontré a un sitio al que me apetecía ir. Compré tres billetes a Roma, reservé un Airbnb y nos fuimos». Ese primer viaje a Roma fue el último fin de semana de noviembre del 2015. «Lo recuerdo bien porque a mi madre le encantan los belenes. Y en la plaza de San Pedro, el 1 de diciembre, el día que volvíamos a Santiago, destaparon un belén de tamaño real. Tengo una foto de mi madre con una cara de ilusión viendo ese belén...».

 

Esa cara de ilusión ilusiona a Mateo al recordar. Y echa la vista un poco más atrás: «Para mis padres, siempre fue importante que tanto mi hermana como yo viajásemos un poco. Como que tuviéramos una formación. Nos decían: ‘Nosotros no hemos podido estudiar’. Se esforzaron mucho para que mi hermana y yo pudiésemos estudiar fuera de Santiago y tuviésemos una base para empezar a trabajar».

Al poco tiempo de terminar la carrera, Mateo se fue a trabajar a una zona del Pirineo francés, un pueblecito entre montañas, Luz-Saint-Sauveur, un lugar precioso al que volvía los veranos con la bici. «En el verano del 2018, les pregunté si les apetecía venirse. Fue el viaje donde yo vi a mis padres más en calma. La grandeza de todo lo que ves alrededor en los Pirineos te hace sentir muy pequeñito», cuenta.

Luz-Saint-Sauveur, el pueblo del Pirineo francés donde Mateo vio a sus padres más felices.

Un par de veces al año viajan los tres a Lanzarote. Les encanta la isla, en especial la zona de Famara. «En Lanzarote ha sido donde más veces hemos estado juntos. Paseamos y charlamos de todo. Mi madre quizá note menos que mi padre y yo esa energía que tiene la isla, pero a ella le gusta mucho poder huir del frío peninsular un par de veces al año», explica.

 

A la isla afortunada suman ya ciudades como Roma, Florencia, Venecia, Londres, París, Sevilla, Barcelona... Hasta el confinamiento hacían tres o cuatro viajes al año; actualmente no perdonan los dos anuales a Lanzarote. «Allí tengo una sensación de vacaciones con ellos que no siento cuando visitamos una ciudad. Vamos a disfrutar de nuestra compañía sin prisa, al sol. Despertar con calma, dar un paseo por la playa, comer tranquilamente, echar una siesta, volver a dar un paseo por la playa, coger el coche una tarde para ir hasta Costa Teguise...», enumera.

Desde ese día que empezaron a viajar juntos hace ocho años, Mateo ha visto cómo su madre ha ido girando en su manera de ser, de entender las cosas. Su hijo no olvida ese momento en el que, en Italia, al salir de un súper, su madre dijo: «¡Ostras, he olvidado los plátanos!». «Se dio la vuelta, entró y salió con los plátanos sin hablar una sola palabra de italiano», cuenta.

De la mujer temerosa que él conoció va quedando poco rastro. La inversión por la él que apostó empujado por las palabras de su madre en el 2015 sigue dando beneficios. Qué privilegio ver crecer a tu madre cuando roza los 80 años, debe de ser como estar en Famara o dentro del corazón del Pirineo francés.


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