La Voz de Galicia

Pilar, la reina de Punta Cana: «He venido 40 veces. Desde hace 15 años vengo todo mayo y todo noviembre»

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MARÍA VIDAL

A sus 75 años Pilar solo tiene una ilusión: cruzar el charco dos veces al año. Esta asturiana es toda una institución en la isla. Hay un rincón de playa Bávaro que lleva su nombre. Para ella, Punta Cana es sinónimo de «felicidad, tranquilidad y amistad»

22 Jun 2024. Actualizado a las 13:07 h.

Bastan pocas horas en playa Bávaro para que alguien pronuncie su nombre. Los de allí la conocen todos, y los que no son de allí a lo largo de sus vacaciones la conocerán. E incluso se llevarán un trocito de ella en la maleta de vuelta, porque es imposible resistirse a la historia de Pilar, la reina de Punta Cana.

 Esta asturiana de Gijón pisó playa Bávaro hace 25 años por casualidad. «Íbamos a hacer un crucero, ya lo teníamos pagado, pero nos lo suspendieron, y le dije a la chica de la agencia: ‘No, no, a mí dame un viaje', y ella me dijo: ‘Pues saca el pasaporte, que te vas a Punta Cana'». La casualidad hizo que aquel primer viaje de Pilar marcara su vida para siempre. Lleva un cuarto de siglo siendo fiel a su cita con el país caribeño, y, de momento, no tiene pensado faltar. «En septiembre de 1999 vine 15 días, en el 2000 ya fueron 20, en el 2001 un mes... y así estuve nueve o diez años. Venía siempre el mes de septiembre entero con mi exmarido. Y a partir del 2009 empecé a venir dos veces al año yo sola. Creo que ya van 40 veces». Cuenta, cuenta, Pilar, ¿qué hay que hacer para ser como tú?

«Mis hijos me dicen que soy como una reina, que nadie viaja dos veces al año, pero yo me lo gané. Empecé a trabajar a los 15 años, estuve en un gimnasio de fisioterapeuta, luego cuidando enfermos terminales por la noche... Yo siempre me he ganado la vida para poder venir a Punta Cana, a mí nadie me ha regalado nada. He ayudado a mis hijos, les he dado una casa en vida, así que yo les digo: ‘A mí me olvidáis... ¿eh?'», bromea.

Y esa independencia, ese espíritu de comerse la vida a mordiscos a sus 75 años, aunque nadie se los echa, es la que le hace coger el avión dos veces al año para cruzar el charco y plantarse en el paraíso. «A mí Punta Cana me da felicidad, tranquilidad y amistad, sobre todo, amistad. A mí todo el mundo me quiere. El personal del hotel, desde el jardinero hasta el gerente, o el guardia que vigila la playa. Todo el mundo, hasta la gente de El Cortecito [la zona de tiendas que hay a pie de playa] o si voy a Higüey, una localidad cercana, me dicen: ‘Adiós, Pilar'. Me saluda muchísima gente —doy fe, mientras estamos hablando en la tumbona la conversación se interrumpe varias veces por personas que se acercan—, a veces no sé ni quiénes son, es que ellos son muchos y yo soy una, es más fácil acordarse. Tengo amigos trabajadores, turistas, que coincidimos aquí. Algunos de España, de Suiza, de Alemania... En el móvil a veces me escriben y no sé lo que me dicen, tengo que traducir. O los veo de uniforme primero, luego me saludan vestidos de normal, y no los reconozco». «El otro día —continúa— fui a la fiesta de los empleados del hotel, que he ido toda mi vida, menos dos años que el director que había antes no me dejó ir, y aquello era un caos. Me senté al lado de una muchacha y su marido, y yo no tenía ni idea de quiénes eran... ‘Pues vaya plan', pensé. Hasta que le digo: ‘¿Dónde trabajas?' Ella me dice que en un restaurante. Voy hasta allí al día siguiente, y no la veo por ningún lado, pero cuando me acerco al bufé para que me hagan una tortilla francesa, alguien me dice: ‘Te tengo que pasar las fotos de la fiesta'. ¡Era ella! Es que si no di 40 besos y abrazos... Pero no sé ni a quién...».

Si hoy le tienen ese cariño y la quieren tanto es por todo lo que se ha implicado Pilar con la gente de la isla, con los trabajadores del hotel, durante estos 25 años. «Es como un bebé que he visto crecer, ahora no tiene nada que ver con lo que yo vi cuando llegué».

Cuando Pilar pisó por primera vez la República Dominicana, en 1999, todo era muy diferente a como es ahora. Recuerda que los camareros iban vestidos con camisas hawaianas y en el aeropuerto te colocaban una corona de flores nada más llegar, como en Hawái. «Para mí era el no va más, porque yo no había viajado nunca», relata para añadir: «En el complejo hotelero, el Grand Palladium —compuesto en la actualidad por cuatro hoteles— solo había el Punta Cana y el Bávaro, donde estaba yo, y acababan de hacer el Palace... No había ni los anfiteatros que hay ahora ni nada. Las actuaciones eran con sillas en la piscina, pero el ambiente era buenísimo».

La historia de Pilar en Punta Cana empezó a escribirse en aquel primer viaje. «Yo estaba sentada en el lobby del Palace y se me acercó un señor con un tejano y una camisa a cuadros y me dice: ‘Señora, ¿qué le parece esto?'. ‘Perfecto', le respondí, porque para mí era un lujo. Yo pensaba que era un hombre que venía nuevo y quería preguntarme. Le contesté lo que pude. Nos fuimos al comedor, y yo con el plato, y veo que el mismo hombre está detrás de mí. ‘¿Se come bien aquí, señora?', me pregunta. ‘Yo no lo sé, supongo que sí', le respondo. Y veo que la camarera me hace una señal para que me calle. Después le fui a preguntar por qué me lo decía, y me contesta: ‘Es Abel Matutes, el dueño de todo esto'. Yo pensaba: ‘Si yo pago'. A los dos o tres años lo volví a ver, y ya venía vestido más moderno. Una vez me dijo: ‘Asturiana, usted aquí es una institución'. Ahora hablo con él algunas veces por el móvil'.

Matutes no se equivocaba con aquella afirmación. Es que Pilar es mucha Pilar, y el título de reina de Punta Cana no va desencaminado. Cuando se separó y comenzó a viajar sola, habló con el director y, como agradecimiento a su lealtad por todos los años que llevaba yendo al hotel (nunca se ha planteado ir a otro), le ofrecieron un precio especial, de tal manera que se pudo permitir viajar dos veces al año, alargando cada una de las estancias un mes.

cedida

«Ahora tengo pulsera VIP, incluso puedo pasar al TRS [el hotel solo para adultos que tiene un pase más exclusivo, por los otros tres te puedes mover libremente, en cambio, para acceder a este hay que estar alojado en él]. A ver, estoy muy agradecida, con ese precio que me ofrecieron puedo venir dos veces al año, he llegado a venir hasta 40 días seguidos, pero normalmente vengo los meses de mayo y noviembre, que son temporada baja, y es cuando ellos me ofrecen estas condiciones», señala. Sin embargo, limitarse a estos meses para ella es una ventaja. Pilar asegura que nunca vendría ni en julio ni en agosto por el calor y la alta ocupación. «En mayo y en noviembre hay menos gente, pero el ambiente es el mismo. A lo mejor en temporada baja cierran algún restaurante, pero por lo demás no hay diferencias. La temperatura es perfecta», explica. 

LA MALETA SE QUEDA ALLÍ

A estas alturas de la vida, normal que Pilar se sienta como en casa cuando se mueve por las instalaciones. Falta poco para que le pongan una placa homenaje en la habitación 9218, en la que se aloja siempre desde hace varios años, y es de las pocas turistas, por no decir la única, que puede presumir de no andar con el equipaje de aquí para allá, cuando sabe de sobra que va a regresar al mismo lugar. «Yo tengo dos maletas, una me la llevo conmigo, y otra la dejo aquí, en recepción, en el maletero. Y cuando vengo tengo toda mi ropa en la habitación lavada y colgada. Un lujo».

Si hasta aquí les suena bien, esperen a escuchar lo que sucede en la arena. Que nadie se atreva a sentarse en la tumbona que aparece en la foto, porque, aunque no lo lean, lleva escrito el nombre de Pilar. No es broma, se la colocaron expresamente en ese lugar para ella. «Yo estaba en otra zona, pero ya me estaba dando mucho la sombra, y me dijeron: ‘Te vamos a cambiar la sombrilla para allá'. Y yo les dije que ni de broma, que cómo iban a arrancarla... Cuando vine al día siguiente por la mañana me dicen: ‘Aquí tienes la sombrilla y el chaise longue', y aquí me quedé».

Y ni tan mal. En esa esquina, además de tumbona y sombrilla, hay una mesita con flores, las únicas de la playa: «Me las cambian dos veces a la semana. Ahora no las tengo tan bonitas, porque el que me las suele poner está de vacaciones, y el que está no entiende ni un pijo, el pobre, y me las pone como puede».

Durante el mes que ella está en Punta Cana, sus pertenencias playeras quedan día y noche en la tumbona cubiertas por la toalla. También la colchoneta que lleva más de 20 años con ella. «Un día me la llevó un huracán, a mí solo me ha pillado uno aquí, y estuvimos tres días sin poder salir de la habitación, pero luego, así que pasó todo, la encontré tirada por las instalaciones». «A mí no me toca nadie mis cosas, solo una vez en todos estos años me faltó algo: los cascos. El jardinero que estaba vistiéndose ahí detrás vio cómo el politur [guardia de seguridad de la playa] me los cogía. Y se lo dije, porque además estaban las huellas de sus botas marcadas en la arena, aunque él me lo negaba».

No se aprecia en la foto, pero en la sombrilla incluso le han colocado una barra para que pueda colgar la ropa. Todo lo que le dan Pilar lo recibe con los brazos abiertos, porque es sincera cuando confiesa que ella nunca pide nada. Nunca ha protestado por nada. Bromea y advierte que el día que lo haga, malo. Ahora bien, con la relación que se ha ido forjando a lo largo de estos años sí se permite darles algún consejo. Un día les espetó que «si querían un hotel moderno, tenían que empezar por cambiarles la ropa a los muchachos, porque con esas camisas y faldas de hawaianos hacían el ridículo». Al poco, uniformes nuevos. Y ellos siempre recuerdan que «Pilar les cambió la ropa». «Ahora saben idiomas, pero han aprendido solos sobre la marcha. Al principio, les pedías una caña y te aparecían con la rama de un árbol. Los primeros años cada vez que venía veía una barriga, hijos, hijos y más hijos. Yo estaba cansada de darles dinero y ropa, y les decía: ‘¿Qué pasa? ¿Aquí no hay planificación familiar o qué?'. Ellos tienen otra mentalidad y no van a cambiar, piden y piden, y si les das, bien, y si no... A mí ya no me piden, ahora me dan». 

MUY AGRADECIDOS CON ELLA

El agradecimiento es mutuo. Hace nada le han regalado unos pendientes, y mientras hablamos nos saluda una mujer que le trajo un vestido. «Está agradecida conmigo eternamente porque le salvé la vida. Le di 600 euros porque estaba tirada en un hospital con un derrame en la cabeza y no tenía quien la operase porque no tenía dinero. Pero no suelo dar dinero, tiene que ser una necesidad muy gorda».

Su vida en la isla guarda cierta rutina. A las 9.30 suele estar por la playa, dice que nunca pisa la piscina, pero a veces ni llega a tumbarse en la hamaca. Se pasa la vida hablando, ya sea con los vendedores de las tiendas, con el personal del hotel o con otros turistas, donde ha cosechado muy buenas amistades. «La mejor amiga que tengo de aquí, que es de Buenos Aires, me invitó a su casa, y ella vino a la mía. También he ido a Suiza a ver a otros amigos que hice aquí y que me invitaron...».

Pero su día a día no solo transcurre dentro del hotel. Ha hecho todas las excursiones posibles que hay por la zona, y sus amistades locales también le proponen planes que poco tienen de turisteo. «Ahora me marcho a Higüey, que voy a comer a casa de un amigo». E insiste en aclarar antes de continuar. «Amigos, amigos; aquí novios no puedes tener. A mí no me interesa. Yo aquí me he ganado un respeto, una fama para bien. Nunca me han visto con hombres en el hotel, fuera, si me dio la gana, hice mi vida. Tampoco me han visto borracha...». Y sigue. «El otro día me fui con otra amiga al monte a recoger yuca. Salgo bastante. Me han invitado a sus casas, porque son pueblos que no están cerca de aquí, y hay que pasar la noche fuera... Yo creo que conozco más que los dominicanos», bromea a la vez que comenta: «No me alcanzan los días, tengo tanta vida social... Hay gente que ni he saludado todavía y me voy ya mañana. A veces me dicen: ‘Viniste, marchaste y ni te vi'».

Pilar no se plantea otro lugar de vacaciones, aquí se siente como en casa, y sabe que, si le pasara algo, «tendría a todo el hotel pendiente». «A mí esto me da vida, porque me siento muy querida, es un insufle de insulina, tengo muchísimos amigos...». Solo la pandemia y una vez que se puso muy enferma antes de viajar faltó a su cita con este país, al que, a pesar de que ama con locura, no se plantea mudarse definitivamente. «No, no, como mucho dos meses, después quiero estar en mi casa. Al final, te cansas de la comida, que está muy rico todo y es de muy buena calidad, pero siempre es la misma, y no tiene el sabor de Asturias... ¡Mi fabada! Quiero mis cosas, mi vida, mi cama, mi gente, tengo a mis hijos y a mi nieta...».

Lo ideal para ella es combinar diez meses en Asturias y dos en la República Dominicana, los únicos en los que pisa la playa. «Solo voy cuando estoy en Punta Cana. ¿Ir yo a la playa llena de gente con el agua helada? Allí no me meto ni jarta de vino. Además, donde vivo, en Gijón, está pegada a los edificios... No es esto. Aquí hay verde, no te molesta nadie... Yo lo recomiendo a tope. Es una pasta venir 28 días, pero es mi dinero y a mí me da la vida. Me lo voy a gastar aquí hasta que me muera, y si no puedo, me traigo una silla de esas de motor», señala.

«¡Soy tan feliz! —exclama—. Llegué aquí sin nada, por casualidad, y ahora soy la reina del mundo. Estoy viviendo lo que no viví en mis años. Tengo la vitalidad que no tuve en otros momentos, por circunstancias que me tocó vivir». Nos despedimos. Se marcha al día siguiente. El chófer del director será quien la acerque al aeropuerto. No me digan que no es la reina de Punta Cana.

 


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