Hugh Grant, una esperanza para los patosos
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Lejos del perfil archirrepetido del guaperas de comedia romántica, Hugh Grant ofreció un arquetipo que no huía de las vulnerabilidades propias
15 Jul 2024. Actualizado a las 10:35 h.
La única cosa que da más rabia que un galán perfecto es un galán sin querer. Un tipo que, sin darse cuenta, llena todas las habitaciones en las que entra y, como una pesada estrella, atrae a los cuerpos que pululan a su alrededor. Un imán accidental. Alguien que flota en los jugos de su poliédrica personalidad sin siquiera pretenderlo. Que las mata callando, pero (y esto es lo peor) resulta que también las mata hablando. Encaja en este molde, no me lo negarán, don Hugh Grant.
Me da la sensación de que a Hugh lo hemos dado siempre un poco por sentado. Todos los que tenemos buen gusto sonreímos de medio lado cuando aparece su nombre en los créditos iniciales. Porque sabemos que, aunque al final resulte la película ser un bodrio, al menos será un bodrio con Hugh Grant. Y eso consuela un poco. Pero no suele pasar de ahí el asunto. Lo más usual es sentir hacia él cierta simpatía cotidiana que, más que a la admiración, se asemeja a la complicidad amistosa. Son pocos, no obstante, los que cuando oyen el nombre de este señor se lanzan a decir: «¡Es mi actor favorito!». O, al menos, algo como: «¡Vaya actorazo es el señor ese!».
UN GALÁN EN EL SÚPER
Yo mismo, que le estoy dedicando este texto, confieso que pocas veces acaban mis sesos dibujando su rostro cuando se ponen a repasar mi lista de predilectos. Hay otros que exigen más vivamente las atenciones del público. Los actores y actrices (todos sabemos quiénes son) que lo hacen todo tan hondo y tan grandilocuente que parecen pasearse por la vida con el plumaje coloreado de los pavos reales. El de Grant, sin embargo, es un don mucho más sutil. Más que haz de luz cegadora, es una americana discretamente elegante hecha a nuestra medida. Un galán, sí, pero un galán del día a día. Un galán que va al súper. Y que, cuando pasea por el parque, hunde a veces el zapato en una caca de perro y trata luego de limpiarse restregando la suela contra un bordillo.
Por ser las suyas unas maneras que exudan naturalidad, hemos infravalorado siempre el lustre de su figura. Pero no solo nos ha regalado Hugh notabilísimos trabajos, también ha cumplido una función social. Porque, vamos a ver, imaginemos un mundo en el que la pantalla solo nos devolviera imágenes de tipos con facciones apolíneas y miradas reconcentradas al estilo Brad Pitt, George Clooney o Marlon Brando. Iríamos todos por el mundo sintiéndonos rodajas de chóped. Por eso hace falta un Hugh Grant. Uno que llegue tarde a los sitios, todo desgarbado y patoso y tartamudo, con la camisa coja y los pelos enmarañados, y que, aun así, consiga salir airoso de los duros trances de la vida. Y que, además, lo haga cayendo bien y hasta llevándose a veces a la chica. Entonces sí, salimos los mediocres de la sala diciendo que hombre, que qué alivio, que hay esperanza para los desastrados del mundo.
UN ACTOR INTELIGENTE
En el caso de que me estén tomando a mí por el pito del sereno (cosa que no es de culpar) les voy a lanzar, permítanme, una cita de autoridad. De Grant dijo Michael Caine que se le antojó siempre un actor tremendamente inteligente. Yo, particularmente, suelo tener la política de asentir como un botarate ante cualquier cosa que diga Michael Caine.
Es tiempo, ahora que películas extraordinarias como Cuatro bodas y un funeral (que está de trigésimo aniversario), Notting Hill o Love Actually comienzan a marinar mostrando aún más claramente sus muchas exquisiteces, de reivindicar al que ha sido nuestro colega de la vega cinematográfico. El puente entre los imposibles y majestuosos mundos del cine y la vida que se toca y se vive. Por eso, ahora que en su madurez parece Hugh Grant estar dando un paso adelante, reivindicándose como intérprete de múltiples caras con papeles que se salen de su registro acostumbrado —Un escándalo muy inglés o El atlas de la nubes, por ejemplo—, tenemos los torpes del mundo que apoyarlo en bloque. Porque él, recuérdenlo, nos dio esperanza.
Cierto es que, en alguna ocasión, cambió los hábitos del encantador desastroso por los del canalla rondador y sibilino. Ahí está su odioso truhan de El diario de Bridget Jones al que, por suerte, puso un impoluto Colin Firth en cintura —al ritmo de It’s Raining Men—. Precisamente por eso se hace el personaje, a pesar de sus intrigas de Don Juan, tan liviano y divertido. Porque, en el fondo, sigue viva la misma vieja complicidad por el actor. Es complicado coger manía a quien se ha visto acudir al cine con gafas de buceo o bailar al estilo ochentero por los pasillos del número 10 de Downing Street.
Tan seguro parece estar Grant de su grantdeza (perdón), que no le importa prestarse al arriesgado asunto de convertirse en «Oompa Loompa». Wonka, la reciente reimaginación de los universos de Roald Dahl, nos obsequió con esta estampa insólita que algunos juzgaron de cierto mal gusto. Un Hugh naranja, de pelo verde y poco más de un metro de altura. En cualquier caso, lo que no se puede negar es que difícilmente habría tenido éxito esta versión suya entre las muchachas de campiña inglesa que tanto suspiraron por él en Sentido y sensibilidad. No escondió, y esto también dice algo honroso en su favor, que su metamorfosis chocolateada tuvo poco que ver con las aspiraciones artísticas y mucho con las pecuniarias. Que tire la primera piedra el que no esté abierto a la idea de teñirse los cabellos color moco a cambio de un jugoso cheque.
Si hubiera de elegir, pistola en la sien, una sola escena para condensar los espíritus que Grant invoca frente a la cámara, recurriría a una (otra) de Love Actually. Esa en la que, con el desagradable presidente yanqui a su lado (¿premonición de Richard Curtis?), aprovecha él, en la piel del primer ministro de la Gran Bretaña, para lanzar una patética y muy emotiva arenga a todo su pueblo. Invoca al pie derecho de Beckham, a Harry Potter, a Sean Connery y hasta a Los Beatles. A pesar de la ristra de innegables chorradas que salen de su boca, uno no puede evitar sentir un leve cosquilleo de emotividad. Sin ser agresivo, sin ser un cowboy ni un tipo duro, consigue, no obstante, dejar claro a la concurrencia —y muy concretamente a su homólogo estadounidense— que no es la misma cosa ser amable y considerado que ser débil. Que también es fuerte el que, desde el conocimiento de las fragilidades propias, sabe tejer una red sobre la que caer y encontrar siempre un saliente al que agarrarse. Esa es la verdadera enjundia de este tipo afable y londinense. Un gentleman de la refinada Britania, sí. Pero un gentleman en sus propios términos.