La duda es una película sólida, bien contada, clásica, bendecida por unas interpretaciones de esas que te conmueven frente al oficio y el talento del impresionante cuadro de actores. Pero, por algún motivo, probablemente derivado de la horma de los mecanismos del cine de qualité, el conjunto se nos queda algo frío, a las puertas del recuerdo imperecedero.
Seguramente, dentro de unos años, solo nos acordaremos del duelo interpretativo entre Philip Seymour Hoffman y Meryl Streep, o de las lágrimas de Viola Davis, controladas en un interminable recorrido por su rostro. A Davis le han bastado poco más de cinco minutos de interpretación para ganarse una nominación de la Academia. Los tres actores, junto a Amy Adams, están propuestos a los Oscar de este año.
Streep interpreta a una monja estricta, intolerante, agria, anticuada, siempre alerta, dragón vigilante de los niños del colegio neoyorquino que dirige «como una cárcel», en los meses posteriores al asesinato del presidente Kennedy. Hoffmann es un cura afable, moderno y flexible, comprensivo con las dudas de los tiernos espíritus que tutela. Los dos chocan inevitablemente, como trenes diésel, y ella lo acusa a él de abusar del primer niño negro que entra como alumno en la institución. Es una lástima que no se haya profundizado más allá del duelo ideológico y vital de la pareja, desperdiciando una descarnada guerra de sexos. «Aquí los hombres mandan», dice Streep, mientras una gata da cuenta de un ratón. La duda es una película de primeros planos impresionantes sobre rostros plenos de humanidad contenida; pero, sin perder el norte de un clasicismo férreo y algo estéril, también tiene algunas buenas ideas de puesta en escena. Como esa visualización de la difamación, depositada en las plumas de la almohada que lleva el viento, digna de El último de Murnau .
El viento y el invierno tienen una presencia capital en la película; en el luto riguroso contrastado sobre el blanco de la nieve y en las hojas que giran en el aire, como almas zozobrantes.