Un amor sin complejos

Valiente. Afrontar algo tan poco convencional, tan poco glamuroso, como la historia de amor, pasión y sexo entre una pareja que casi superan el siglo y medio, tiene un punto de honesta osadía que anotamos a beneficio. El alemán Andreas Dressen lo hace en El séptimo cielo en un tono sin estridencias y sin concesiones al morbo oportunista. Al contrario. Como un ejercicio de estilo que tiene como cómplices absolutos a los tres actores principales mientras se completa con una factura al servicio de la trama. La protagonizada por una costurera que va a entregar un pantalón a un cliente y en el momento de comprobar los ajustes ambos se entregan a una pasión desenfrenada, o es propia de un hardcore chusco en cualquier canal porno, o por el contrario se plantea con la sensibilidad suficiente para atrapar al espectador hasta el último fotograma. Como así ocurre y así fue refrendado con premios en numerosos festivales, entre ellos Cannes.

Si en cuanto a ritmo, Dressen se ajusta a un guión equilibrado entre diálogos y silencios (también trata sobre la soledad, física o emocional), es en la iluminación en donde propone una rara lección de sensibilidad que no por manida es destacable. Lección de naturalismo. Inge se mueve entre dos mundos. El más oscuro de su rutina diaria en el piso donde convive con su marido Werner desde hace treinta años y que se prolonga a los momentos que comparten lecho, sofá y silencios. Como contraste, el ambiente más luminoso de su relación adúltera con Karl, jovial a sus 76 años, conversador y en donde escuchamos las únicas carcajadas de la película.

El séptimo cielo

pagará el precio de su inteligente modestia pasando de puntillas por la cartelera, pero confirma la muy buena salud del cine alemán, ahora mismo presente también en las pantallas gallegas con las interesantes RAF, facción del ejército rojo y Cerezos en flor.