La maestría narrativa de Clint Eastwood queda expuesta en unos pocos minutos del arranque de Invictus. Mandela, encarnado, nunca mejor dicho, por Morgan Freeman, sale a caminar, vestido con un chándal de supermercado, en la madrugada que precede a su primer día de mandato como presidente de Sudáfrica; dos policías negros van tras él, son sus guardaespaldas. Una furgoneta derrapa en la noche y los escoltas se preparan para repeler el ataque, pero del vehículo de reparto solo sale un paquete de periódicos que cae al suelo frente a un quiosco.
Después del susto, Mandela, que no ve bien, les pide a sus acompañantes que le lean los titulares de portada: «Pudo ganar las elecciones, pero ¿será capaz de gobernar el país?». «¡Buena pregunta!», se dice el presidente electo. La breve secuencia hace gala de una economía de medios transparente y un poderoso nervio interno; es de una enorme simplicidad, como el sujeto-verbo-predicado de Hemingway.
En dos minutos está todo dicho para situarnos en la Sudáfrica que, en 1994, despierta del apartheid . Estos breves, pero intensos, planos nos han bastado para saber que estamos ante otra pequeña obra maestra, entregada por un cineasta que, después del virtuosismo de Cartas desde Iwo Jima y Banderas de nuestros padres, transita, de nuevo, por la fuerza prístina de la idea. Gran Torino era una muestra de este regreso a la narración pura e Invictus es la confirmación.
Todo lo que viene a continuación de este vibrante prólogo no lo desmerece. Freeman -este apellido significa 'hombre libre'- nos regala un recital maestro de pura encarnación cargada de control, adaptada a esa forma tan característica de hablar de Mandela, sonidos que parecen salir a trompicones, pero que en realidad son pasos firmes, sopesando cada palabra cargada de responsabilidad. «Esa imagen vale mil discursos», dice cuando ve a los niños negros de arrabal jugar con los jugadores blancos afrikaaners. También borda los momentos en los que el hombre recto afloja: «El té de la tarde es lo mejor que nos han dejado los ingleses». Actores como Danny Glover o Sidney Poitier interpretaron antes a Mandela, pero lo de Freeman es insuperable. Recomendamos a los cinéfilos que recuperen la versión original.
Mandela fue tan claro y tan sencillo como lo es Eastwood: a la complejidad de odios y dolores de Sudáfrica opuso sinceridad; vio en los gestos y en la fuerza de los símbolos la posibilidad de la reconciliación entre blancos y negros. Si Sudáfrica ganaba el Mundial de Rugbi de 1995, frente a potencias como Inglaterra, Australia o Nueva Zelanda, habría algo a lo que agarrarse como sueño común que une a vencedores y a vencidos.
Por eso Mandela habló con el capitán de una selección de blancos, aquí interpretado por un excelente Matt Damon, porque además de los 42 millones de sudafricanos, un billón de personas verían en directo un símbolo de reconciliación.
En justicia hay que reconocerle un pero a Invictus: algunos se aburrirán con algunas secuencias de los partidos de rugbi, rodadas con menos concisión que el resto de la película, pero la fuerza del mensaje es tan grande que lo barre todo: «Es un cálculo humano. Tenemos que sorprenderlos con la generosidad», dice Mandela a sus seguidores negros. Invictus es, en fin, una película con las coordenadas de la era Obama. Es la parte testimonial, la relectura histórica. La simbólica sería, por ejemplo, Avatar.
«Invictus». EE.?UU., 2009. Director: Clint Eastwood. Intérpretes: Morgan Freeman, Matt Damon. Drama biográfico. 136 minutos.