Los seguidores de Sexo en Nueva York encontrarán que la segunda entrega cinematográfica de la serie es algo así como cuatro episodios pegados, que, aún conservando el espíritu de la franquicia, han perdido el ritmo interno del producto original. Casi dos horas y media es un maratón que solo podrán digerir los teleadictos fanáticos de las desventuras sexuales y sentimentales de las cuatro célebres amigas que, doce años después de su primera incursión, ven aproximarse la cincuentena con muy poca gracia. El humor exhibido en esta segunda película ha perdido todo el encanto canalla, deslenguado y mordaz, ablandándose hasta límites poco comprensibles, especialmente si evocamos la primera temporada de la serie. Sexo en Nueva York 2 se apunta a la estulticia de la comedia norteamericana actual. ¡Que difícil es reírse hoy día con el cine facturado desde Yanquilandia! ¡Si Billy Wilder levantara la cabeza!...
Los dos primeros episodios, o sea, la mitad de la película, transcurren en la City del título original, en el Nueva York del español, incluyendo un pequeño prólogo para situar a los despistados. En esta parte tenemos de todo, por ejemplo, una boda gay que parece una mala imitación de un musical americano de los años cincuenta, con aparición especial de Liza Minnelli que añade chiste tonto de difícil traducción: «Siempre que hay energía gay en un sitio, se manifiesta Liza». También meten con calzador un homenaje a Sucedió una noche , para hablar del hastío matrimonial y nos regalan, de propina, un chascarrillo sobre Jude Law. Lo que se nos ofrece parece material perecedero, propio de un show televisivo, pero impropio de un filme que alguien, alguna vez, revisará.
Y la siguiente hora y pico transcurre a diez mil kilómetros de la Gran Manzana, en el emirato de Abu Dabi, entre un desierto al que le han pasado la aspiradora y hoteles de superlujo a veinte mil dólares la noche. En tiempos de recesión, en los que en la tele funcionan los realitys de señoras ricas y casas caras, quizá tenga éxito este dislate para millonarios de ilusiones, pero para un espectador en su sano juicio resulta agotador el inabarcable desfile de derroche, modelos y marcas.
Para colmo, la visión, en plan pesadilla occidental, del mundo árabe y de la situación de las mujeres musulmanas, mezclando de un modo absolutamente marciano burkinis, nihabs, zocos y velos, resulta insultante, previsible y del nivel de un chiste de Jaimito. ¡Qué se puede esperar de la filosofía que emana el filme!: «conservar un trozo de cielo» significa tener un vestidor de cien metros cuadrados. Por último, mencionar el cameo de Penélope Cruz, ¡como directora de un banco español. ¡Inenarrable!