Hasta ese momento, a Steven Spielberg lo perseguía la fama de director comercial, tanto que le colgaban el sambenito de rey Midas de Hollywood: película que hacía, taquillazo al canto. Quizá porque quería demostrar que era algo más que un fabricante de éxitos y quizá también por su situación de privilegio en la industria, convenció a Universal para que coprodujera junto a su compañía Amblin (DreamWorks llegaría después) un proyecto personal con mucho de riesgo: La lista de Schindler , a partir de un guión de Steven Zaillian tomado de hechos reales. Rodó en la ya muy olvidada fotografía en blanco y negro del operador Jamusz Kaminski y con una duración superior a las tres horas. A priori una apuesta segura para un fracaso en taquilla.
Pero le acompañó la suerte, logró una gran película, la crítica se rindió ante su cine, la taquilla le regaló otro éxito y se hizo con la mayor colección de premios nunca recogida por una obra suya, comenzando por un Oscar para su dirección, acompañado de otros seis y varios internacionales que lo saludaban como grande del cine. Spielberg dejaba de ser un fabricante de éxitos comerciales para convertirse en un director serio que además rendía homenaje a su origen judío y contribuía a recuperar la memoria del tristemente célebre Holocausto que Hollywood no afrontaba por vez primera, aunque nunca con la intensidad lograda por La lista de Schindler . Ese mismo año barrió con el artefacto Parque Jurásico , pero cinco años después se reafirmó como grande del cine actual con Salvar al soldado Ryan. Eso es ya otra historia.