Miles de personas, la mayoría mujeres y muchos niños, fueron prisioneros en barracones desde 1938 a 1943
20 mar 2019 . Actualizado a las 05:00 h.Setenta años es un pestañeo en la historia. Fue ayer, como quien dice, pero la memoria es frágil y conviene no olvidar. Es más, probablemente convenga instruir a los niños y adolescentes que en Castropol, en la desembocadura de la ría de Ribadeo, en un paraje donde la naturaleza irrumpe con toda la belleza que es capaz, donde hoy hay columpios y barbacoas, miles de personas penaron en un campo de concentración franquista: Arnao. Leer los listados de prisioneros y los motivos sobrecoge. La mayoría son mujeres, incluso niños, cuyo delito fue ser familiares o cómplices de huidos o guerrilleros republicanos: «Enlace, ayuda y protección de huidos; encubridor; suministrador de huidos; por su actuación durante el Movimiento, proteger a los huidos; manifestaciones antipatrióticas; auxilio a la rebelión; familiar de huidos...», un saco sin fondo donde casi todo podía encajar.
En Arnao, con Illa Pancha a un lado y la Punta da Cruz al otro, donde el Eo pierde su nombre en el Mar Cantábrico, un paraíso se volvió infierno desde 1938 a 1943. Allí penaron miles de personas, en uno de los campos de concentración franquistas que más tiempo duró y más gente albergó tras la caída del frente asturiano. Tuvo dos etapas: una para prisioneros de guerra y otra para familiares y supuestos colaboradores. De aquellos tiempos quedan testimonios. Muchos en boca de hijos de padres y madres que, compadecidas, acudían a llevar comida a los presos.
La prisión
Para albergar a los prisioneros, en Arnao se construyeron tres barracones de madera para unas 300 personas en total. En su interior tenían literas de tres pisos. Fueron los propios presos quienes los construyeron, como también los caminos que hoy cruzan Arnao. Y muchas otras carreteras.
Donde había barracones ahora hay un monolito, erigido hace años por los socialistas de Castropol. Está totalmente cubierto de pintadas, pero en la placa aún puede leerse: «En memoria de los hombres y mujeres que perseguidos por sus ideas estuvieron aquí confinados».
Aún quedan testigos de aquella página de la historia. Miguel López Rico y Félix Rico González son amigos desde la infancia. Ambos son vecinos de Villadún, el núcleo habitado más próximo a Arnao, y a sus 92 y 88 años de edad, respectivamente, tienen frescos en la memoria recuerdos del campo de concentración.
Su madre, castigada
Miguel López recuerda, por ejemplo, cómo un preso le cortó el pelo tras pedírselo su madre. A cambio le dio algo, un pequeño premio. Fue descubierta y castigada. «Yo era un chavalote y qué iba a saber de todo eso. Vino a dormir al campo de concentración. Estuvo en un barracón», recuerda en el mismo lugar.
«Había un agujero grande. Le llamaban el calabozo. Los metían ahí y le ponían una tapa encima. Esto todo se recordaba antes, pero ahora... hace tantos anos ya», añade.
Miguel cuenta cómo de niño acudía a Arnao con el ganado. «Iba a lindar las vacas por aquí, que poco teníamos para darles». Sobre los presos no preguntaban: «No. Cuando me sacaron de la escuela, miraba de cortejar un poco», dice sonriendo. Era la inocencia de la niñez y adolescencia, ante un drama que les superaba. «Es que esto era político todo. Daba pena, hubo muchísimo castigo. Ahora lo comprendo, pero de aquélla no».
Miguel llegó a tener trato con los sargentos, también con gente que vivía en el campo de concentración. Recuerda cómo había gente que se compadecía de los presos y les daba comida. También el trabajo de los prisioneros haciendo carreteras: «Teníamos un cabanón y hacían de comer allí».
Y por su experiencia asiste con temor al discurrir de la sociedad actual: «Creo que estamos muy cerca incluso de volver a pasar lo mismo, ahora en España. Todo esto lo veo muy mal».
En Arnao, al pie del monolito que recuerda a los presos, Félix Rico señala y cita: «Recuerdo los barracones que había aquí; el cuartel ahí; el váter aquí atrás. La entrada principal estaba allá, a unos 200 ó 300 metros. Para entrar aquí había que pedir permiso».
«Para hacer guardia te iban a buscar a casa. Mi padre sí la hizo. Hacían lo que mandaban y nada más», añade. Del día a día en el campo de concentración, recuerda que «unos estaban trabajando en las carreteras y otros de aquí para allá... Eran presos. Llegaban en camiones y hacían lo que les mandaban».
Él era un niño ante una realidad impuesta: «No preguntábamos nada. No se hablaba. Era mejor no hablar porque no sabías lo que podía pasar». ¿Miedo? Por supuesto: «¡Cualquiera no tenía miedo!». Y añade: «Es que igual te traían aquí preso para los barracones o te mandaban a Castropol».
Ahí están los recuerdos. Apenas un pestañeo en la historia, que durante un tiempo se trató de no remover para pasar página y curar las heridas. Pero aunque cueste, para no volver a errar, conviene no olvidar.