El prólogo del Quijote, la Última Bretaña y un obispo nuevo

Ramón Loureiro Calvo
Ramón Loureiro CAFÉ SOLO

MONDOÑEDO

04 jul 2021 . Actualizado a las 05:00 h.

Entre esos amigos que ya se han ido a vivir al otro lado del río, y a los que tanto echo de menos -especialmente en días como este-, sigue brillando con una luz muy especial Cal Pardo, don Enrique, uno de los grandes historiadores que ha dado Galicia, y deán, hasta el fin de sus días, de la catedral de Mondoñedo. Don Enrique, hombre de una infinita bondad y de una sabiduría inmensa, encarnaba en sí mismo, de una manera muy especial, la verdadera esencia de la Diócesis de Mondoñedo-Ferrol, la de la Galicia do Norte. Un territorio cuyos orígenes, bastante envueltos en la niebla -un país de grandes creedores, como diría Cunqueiro-, se remontan a la llegada de los celtas cristianos (bretones, britones o britanos, llámeseles como se prefiera) que entre los siglos V y VI, tras la caída de Roma, huyendo de la persecución a la que los sometían los sajones, vinieron, a través del mar, a este finisterre nuestro, guiados por obispos como Mailoc, para recordar que en los ojos de los vencidos está el rostro de Dios. Don Enrique, autor de un monumental Episcopologio mindoniense cuya lectura, también por su calidad literaria, es una verdadera delicia, era un gran conocedor de la vida y de la obra -y por supuesto del episcopado- de Fray Antonio de Guevara, el maravilloso escritor renacentista al que Cervantes -que le rinde tributo a su manera- cita en el prólogo del Quijote. Guevara, autor de esas Epístolas familiares que tan bien ha reeditado la Biblioteca Castro, fue nombrado obispo de Mondoñedo en el año 1537, y en Mondoñedo hizo testamento, falleció y recibió sepultura en la catedral -como don Enrique dejó tan bien acreditado- ocho años más tarde, aunque poco después sus restos fueron trasladados a Valladolid. Predicador y cronista del emperador Carlos V, Guevara viajaba con frecuencia a la Corte. Pero, y permítasenos subrayarlo, jamás desatendió su diócesis, que recorrió entera, visitando, entre tantos otros lugares, un Ferrol que en nada se parecía, como es natural, al de nuestro tiempo. Cada vez que me acuerdo de don Enrique, me viene a la memoria Guevara, el autor de Menosprecio de corte y alabanza de aldea, y ya sabrán ustedes disculpar que uno sea tan pesado a veces. Hasta el mismísimo Mailoc, como ven, se me acuerda. Siento un gran afecto por el legado de todos ellos. Por eso le quiero tanto, también, a la Diócesis de Mondoñedo-Ferrol, en la que apenas un centenar de sacerdotes, haciendo un formidable esfuerzo, atiende 422 parroquias. Una diócesis que, por fin, ve amanecer de nuevo, tras haber nombrado el Papa, para ella, otro obispo: Fernando García Cadiñanos, sacerdote burgalés de 53 años, formado en la Universidad Gregoriana de Roma y gran lector, que ha trabajado mucho en Cáritas y que sabe bien cuánto dolor ha traído, a tantas y tantas familias, este tiempo de hierro que nos toca vivir. A la vieja diócesis de la Galicia do Norte, que va desde la desembocadura del Belelle y del Xuvia a la del Eo, y que tiene a la Terra Chá dentro, yo le soñé, desde Escandoi, como algunos amigos saben, un espejo, al que di en llamar la Última de Todas las Bretañas Posibles. E incluso un envés, que bauticé como el Lejano Reino de la Vía Láctea. Una imaginación, ciertamente. Pero también el afán de reivindicar una tierra -el área septentrional de las provincias de A Coruña y Lugo- a la que los avatares de la economía (vamos a decirlo así...) siguen golpeando con fuerza, y a la que quienes gobiernan han tratado, una y mil veces, tan injustamente. El futuro ha de ser de todos. Sin exclusiones. Déjenme insistir, una vez más, en ello.