Mondoñedo, por primera vez

Sofía Estrella / S.C. MONDOÑEDO \ LA VOZ

MONDOÑEDO

PEPA LOSADA

La ciudad episcopal de Mondoñedo se mantiene firme con el paso del tiempo

30 jul 2024 . Actualizado a las 05:00 h.

Una ciudad episcopal, antigua, con piedras que ya son casi fósiles —algunas datando de la época neolítica—. Los caminos empedrados, que han visto ya muchos visitantes, resisten la erosión de las infinitas pisadas, tanto locales como extranjeras. Lugar de paso para los muchos peregrinos que recorren sus calles con destino Santiago, no decepciona a ninguna de las miradas que se posan sobre él. Ciudad de neblina y leyenda, han amasado en sus casas que se van poco a poco vaciando, muchas manos el pan, el barro y el hierro.

El valle, hundido entre montañas, está protegido por un bosque de robles, castaños y eucaliptos que beben de la niebla que muchos días se cuela por la ventanas y recovecos de los mindonienses, como un fertilizante que alimenta el aire histórico de esta ciudad. Pero este no es el caso del día que yo visito Mondoñedo, con un sol que resplandece contra las fachadas de las casas de piedra. La Catedral de Mondoñedo —a pesar de estar arrodillada, como dicen— da la suficiente sombra para que los paseantes y peregrinos se resguarden en su frescor. Y en el interior los rayos de sol se cuelan a través de las ventanas de la antigua iglesia, que data del siglo XIII y en la cual contrastan las pequeñas ventanas románicas con el posterior rosetón gótico, que ilumina de múltiples colores el centro de la gran edificación y choca con el altar dorado de la nave central.

Frente a la iglesia, se sienta la estatua de Álvaro Cunqueiro, célebre autor natural del valle, que vigila, estático, todo el movimiento que acontece frente a él. Vecinos se sientan en los bancos junto a él, a charlar, y por un momento parece uno más. Brillando metálico frente al sol, se recuerda a este reconocido autor, que dijo de Mondoñedo que era una ciudad «rica en pan, agua y latín». El pan, trabajado en los hornos de leña que se puede comprar en algunas panaderías locales; el agua, que viniendo del río Valiñadares abastecía a los mindonienses desde la Fonte Vella, del siglo XVI y, el latín, traído por los romanos que aquí se asentaron y que dejaron huella.

Bajando al barrio de Os Muíños, muchas casas han sido vencidas por las raíces y la vegetación, que se sale de sus ventanas y se hace hueco entre los pequeños azulejos. Hay carteles de inmobiliarias con el lema «revive os barrios históricos», fruto de la creciente despoblación que ha sufrido la ciudad, con un censo que disminuye anualmente. Oigo el riachuelo bajar según me acerco al antiguo barrio artesano y cruzo el Ponte do Pasatempo, con unas vistas acogedoras. Sigo los canales del río y entre cortinas de encaje y cuerdas de tender, trato de imaginarme cómo debía ser la vida de los artesanos, forjadores, ceramistas, herreros y alfareros que aquí solían trabajar.

Paso por la Fonte dos Pelamios, con unos versos de Díaz Jácome, periodista y escritor mindoniense, que dicen: «Pasmo de pedra/ herbas de silencio/ i un balbordo de séculos/ resoa cando as campás/ peneiran soedades». Los helechos crecen con las gotas del agua dulce y los antiguos talleres poco a poco reviven. Mondoñedo pervive como un bosque perenne, con un río sabio, que aunque ya no tenga lavanderas ni curtidoras a sus pies y ya no haga rodar molinos, tiene un agua siempre joven y cristalina, corriendo eterna incluso en los días que nadie la escucha, como este en el que visito la ciudad.