Benito Oubiña y su padre colocaron una de las primeras bateas de la ría y con el tiempo dieron el salto a la exportación. Esa aventura continúa aún hoy
14 nov 2010 . Actualizado a las 02:00 h.Hay quien dice que los tiempos de crisis son también tiempos de oportunidades. Que en la desgracia hay que sacar fuerzas de flaqueza, echarle imaginación y apostar. Eso fue precisamente lo que hicieron Antonio Oubiña Portas y su hijo Benito cuando la sardina dejó de llegar en abundancia a la salazón que poseían en Vilanova. Siguiendo el ejemplo del marqués de O Rial, que acababa de instalar un par de bateas en Ferrazo, pidieron permiso en la Comandancia de Marina para hacer lo mismo. Recibieron 17 concesiones, pero comenzaron poniendo un único vivero muy cerca del puerto vilanovés.
A principios de la década de los cincuenta, Arousa era un mar libre de esos artefactos florantes que hoy forman ya parte del paisaje. «Al principio nos hacían la vida imposible. Decían que molestábamos y nos ponían denuncias todos los días», recuerda hoy Benito. Y narra como todas las noches debían salir al mar para encender una luz de carburo para que nadie pudiese decir que, en la oscuridad, la batea era un peligro.
Pero aquellos esfuerzos no tardaron en tener su recompensa: la producción creció y pronto tuvieron que hacer valer las concesiones que les habían sido otorgadas. Y eso que el trabajo era duro: todo había que hacerlo a mano y, lo que es peor, experimentando. «No se sabía cómo teníamos que hacer muchas cosas, teníamos que ir probando», cuenta Benito.
En 1960, con más bateas ocupando ya la ría, el precio del mejillón registró una de sus habituales crisis. «Lo que a mí me costaba producir cinco pesetas, lo podía comprar a cuatro», narra Benito. Así que decidió dejar el mar y concentrarse en la comercialización del mejillón. Lo hizo, de nuevo, de la mano del marques de O Rial, con el que inició la exportación del bivalvo negro, primero a Valencia y después, a través de un convenio con el Banco Exterior de España, a Francia. Se iniciaba así una aventura que sigue hoy, cuando la empresa familiar lleva a Francia, a Italia y a los mercados nacionales mejillón (el año pasado exportaron 2,5 millones de kilogramos), pero también ostra y erizo.
La continuidad de la empresa ha sido posible gracias a María Mercedes Oubiña, que en la década de los setenta decidió salir a los muelles para trabajar con su padre. No fueron tiempos fáciles. En aquellos momentos, los puertos eran un lugar de hombres, y «que llegase una mujer y les mandase de vuelta por que el mejillón no valía no les hacía mucha gracia. Me amenazaron muchas veces con tirarme al mar», cuenta hoy esta mujer.
El hijo de esta pionera también ha decidido embarcarse en el mundo de la exportación de mejillón. Un mundo que ha cambiado mucho en muchas cosas. «Cuando empezamos a exportar, en vez de reparcar el mejillón como se hace ahora, se echaba en las playas para que se endureciese y aguantase hasta llegar a destino», cuenta el abuelo del joven Garra. Los camiones se cargaban a mano, y todos los pasos exigían un consumo de tiempo que ahora puede parecer desesperante. Pero algo permanece inalterable, dice el que de momento es el último eslabón de la cadena: las guerras que, cada cierto tiempo, sacuden al sector de los pies a la cabeza.