Bucear fue una de las mejores decisiones de mi vida. Desde que hace más de veinte años me adentré en el alucinante mundo submarino he visitado los fondos de lugares tan emblemáticos del buceo como La Azohía (Murcia), las islas Medas (Girona) o Columbretes (Castellón), el Cabo de Gata (Almería), Fuerteventura, el Mar Rojo egipcio, las Maldivas o las islas Similan (Tailandia). He buceado con tiburones, con el gran tiburón ballena, con mantas raya, tortugas, serpientes marinas, napoleones y un sinfín de peces maravillosos. A decir verdad, aquellas experiencias de vértigo eran esperadas, porque los buzos de todo el mundo hablan y escriben de ellas. La mayor sorpresa de mi vida acuática me la dio Galicia. La primera vez que me coloqué el regulador en la boca, hice la señal a mi compañero y bajé al desconocido fondo marino gallego literalmente no podía creer lo que me encontré. Fue en Arousa, la mejor de nuestras rías para el submarinismo y los deportes náuticos. El tópico del verde de Galicia se transformó en un caleidoscopio de colores. De todos. Paredes recubiertas de enormes esponjas amarillas, o de anémonas joya de verdes, naranjas e incluso rosas fosforito. Campos de corales blandos y espirógrafos y una explosión de vida animal con peces de leyenda como la pintarroja, el San Pedro o el congrio. Galicia tiene un mar de posibilidades también bajo el océano. El turismo de buceo mantiene a comarcas enteras de España. Y a países también. Los fondos de esos lugares son diferentes, pero no mejores que nuestra Sálvora, Ons, Cíes o Rúa, ni que Corrubedo. El submarinismo es ocio, deporte y economía sostenible. Aprovecharlo depende de nosotros. Nos vemos ahí abajo.