En la mesa del grupo Bilderberg «no hay presidencia». En ella, la gente se sienta por orden alfabético. Da igual que sean reyes, banqueros o académicos de prestigio. Para formar parte de los entre 120 y 150 participantes en la conferencia anual Bilderberg hay que tener un poder, un prestigio y un estatus que, al parecer, acaba igualando a todos los asistentes.
Ese encuentro anual ha alcanzado ya los sesenta años. El primero se celebró en 1954, cuando el mundo tiritaba por culpa de la Guerra Fría y Norte América y Europa querían «fomentar el diálogo» para hacer frente al bloque del Este.
Desde el principio, las reuniones del Bilderberg, así llamado porque la primera conferencia se celebró en un hotel que llevaba ese nombre, en la ciudad de Oosterbeek, están envueltas en un halo de misterio. Los poderosos integrantes del grupo -algunos fijos, otros convidados en función de los temas a abordar- tratan los «grandes asuntos mundiales». Y parece que la hoja de ruta que ellos trazan acaba teniendo, antes o después, repercusiones en el mundo real. A tanto poder presupuesto se suman las liturgias del grupo. Las reuniones del Bilderberg se convocan bajo la Regla de Chatham House. Una suerte de norma o juramento que obliga a los participantes a guardar secreto sobre quién dice qué en la mesa redonda.