El terremoto que cambió a la súper jefa de Caracas

carmen garcía de burgos PONTEVEDRA / LA VOZ

AROUSA

Ramón Leiro

Sandra Barral, hija y nieta de emigrantes, dejó su vida de directiva en Venezuela para buscar la felicidad

06 abr 2017 . Actualizado a las 11:04 h.

Sandra Barral estaba acostumbrada a viajar en primera y a alojarse gratis en los mejores hoteles todo el mundo. Trataba casi a diario con representantes de firmas como DHL o Motorola. Tenía a sus padres y a su hermana pequeña cerca. Era una súper jefa, como dice ella misma. Pero no era feliz. También lo dice ella. Lo hace en el pequeño espacio que tiene reservado en un co-working de Pontevedra. Desde su oficina compartida intenta contagiar al resto del mundo de su fe en el universo. Y también de que lo más importante no tiene nada que ver con todo lo que poseía ella cuando vivía muy bien y en Caracas.

La venezolana resume con orgullo que ella y su hermana son la tercera generación de una familia que escapó de la falta de libertad en busca de paz. Lo hicieron sus abuelos cuando dejaron Orazo, Silleda, rumbo a Argentina. Más tarde lo hicieron sus padres, en la década de los 50, intentando dejar atrás una dictadura que estaba oprimiendo su Buenos Aires de adopción. Aunque tanto su madre como su padre llegaron a América siendo adolescentes, se conocieron muy pronto en el barrio porteño en el que siguieron creciendo. Allí se hicieron novios, se casaron, tuvieron a sus dos hijas, y de allí se fueron para intentar darles la oportunidad de crecer en la libertad que Argentina les dio a ellos. Sandra tenía entonces 6 años.

Ella y su hermana Claudia crecieron en Caracas asumiendo con total normalidad su condición de inmigrantes. Más que nada, porque la compartían con la inmensa mayoría de sus compañeros del colegio. Venezuela estaba acostumbrada a acoger decenas de miles de extranjeros. Primero, a mitad de siglo, recibiendo a europeos que huían de un continente todavía herido por las guerras mundiales. Más tarde, en los setenta, a latinoamericanos que querían olvidar un mundo revuelto y lleno de autoritarismos en el que estaba sumido. Se licenció en Comunicación Social y luego hizo un posgrado en Desarrollo Organizacional. Logró su primer trabajo en una agencia de comunicación y fue ascendiendo en el mercado laboral hasta convertirse en la jefa de redacción de la revista mercantil más importante del país, Productos.

Y una noche, estando en su cama tiempo después de que sus padres fallecieran, notó cómo la tierra temblaba. Se lanzó al suelo sin saber lo que estaba ocurriendo y se arrastró hasta la puerta. En el camino hacia la salida solo tuvo dos pensamientos: el primero, que el pijama de seda de Victoria’s Secret que llevaba puesto no era el más adecuado para que la vieran todos sus vecinos; y el segundo, que se le iba «a caer el edificio encima y no he cumplido mi sueño». Así que se puso a cubierto y poco después descubrió que había solo un terremoto. «Al día siguiente me di cuenta de que estaba bien: mis vecinos no me habían visto con el pijamita y el edificio no se me había caído encima. Así que, por primera vez en mucho tiempo, me miré al espejo de verdad, y me di cuenta de que ya no tenía padres, pareja ni perro que me ladrase, y que quería vivir experiencias, en otros países y en otros idiomas». Y cogió sus cosas. Y se fue. «El 5 de febrero del 2011 volví a nacer», dice, entre orgullosa y pensativa.

Sandra se expresa con la suma de la corrección latinoamericana y la de una profesional de la comunicación. Suelta tantos titulares bonitos y bien construidos por minuto que lo difícil es no quedarse escuchándola varias horas.

Se fue primero a Canadá y luego a España????, adonde llegó ese mismo año esperando volver a ponerse seria y buscar un trabajo. «Pero al corazón no le apetecía eso», de modo que en un impulso se fue a Alemania a visitar a un amigo. Y allí descubrió todo aquello que no había vivido e hizo todo aquello de lo que no se veía capaz: trabajó de voluntaria construyendo gallineros -«allí me ves; alguien que se creía tan urbanita como yo, a cero grados en medio del campo lleno de tierra haciendo una instalación para animales que casi había visto solo en fotos»-, reconstruyendo edificios derruidos durante la segunda Guerra Mundial y ayudando a niños invidentes a aprender inglés. Y se dejó llevar. E hizo cosas, algunas «estrambóticas», que en otro momento de su vida ni se habría planteado. Y de pronto se dio cuenta de que podía «confiar en el universo», que la gente la ayudaba más de lo que ella podría llegar a devolverles.

«Cuando tenía 25 años vivía como si tuviese 50, y ahora que tengo 46, vivo como si tuviera 25», resume su vida pasada y presente. «Pensé que era urbanita y súper jefa y que siempre querría vivir en una ciudad de millones de habitantes y, si no hubiera arriesgado, no habría descubierto que las ciudades pequeñas y en contacto con la naturaleza me hacen mucho más feliz. Lo conseguí porque me di la oportunidad de probar, de salir de la zona cómoda que finalmente acaba siendo muy incómoda». Y eso es lo que quiere que todo el mundo sepa. Lo cuenta en cada sesión de HappinessLab, el proyecto personal que puso en marcha hace seis años y que, ahora sí, sabe que le hace feliz.