El té afrodisíaco de Julián Siniestro

José Ramón Alonso de la Torre
J.R. Alonso de la Torre REDACCIÓN / LA VOZ

AROUSA

monica ferreiros

De Vilagarcía a Vigo para descubrir las claves del macarrismo ilustrado de Siniestro Total

27 feb 2022 . Actualizado a las 05:00 h.

El próximo 6 de mayo, viernes, Siniestro Total dará su último concierto. Será en Madrid y a lo grande: en el WiZink Center y se prevé un lleno apoteósico. Es lógico: la gente se sabe sus letras y el nombre del grupo es utilizado desde hace años por columnistas y por la gente corriente para referirse a las catástrofes cotidianas con ironía. En Vigo y en Albacete, si hay hambre y no sacan las croquetas, algún ocurrente suelta lo de: «Cuándo se come aquí». Y si alguien molesta y aburre en Zaragoza o en Badajoz, le soltarán lo de: «Ayatolah, no me toques la pirola» y entenderá a la primera.

En su momento, Siniestro Total escandalizaba hasta a Miguel Ríos, escandalizador oficial de la anterior generación, haciéndole decir: «¿A dónde ha ido a parar el rock español cuando se cantan cosas como ‘‘me pica un huevo''?». Once millones de seguidores, que han escuchado un himno tan negro como Bailaré sobre tu tumba en Spotify, marcan el índice de popularidad y el triunfo de la insumisión a partir de las canciones irreverentes de Julián Hernández y su grupo, que consiguieron que lo que sucedía en Vigo, sus claves, su mundo, lo local, se convirtiera en global. Esa es una de las claves de Siniestro, las otras se sustentan en que eran auténticos, eran divertidos, eran inteligentes y practicaban lo que la periodista de Rockdelux Teresa Cuíñas llama macarrismo ilustrado.

Las claves del marcarrismo

¿En qué consistía el macarrismo ilustrado de Siniestro Total? Una tarde de diciembre de hace 30 años, cogí un tren en la estación de Vilagarcía y me fui a Vigo. Al llegar, ascendí por la Gran Vía y un par de manzanas antes de El Corte Inglés, llamé a un interfono y pregunté: «¿Julián Hernández, por favor?». Me abrieron, subí en ascensor varios pisos y en la puerta de una de las viviendas me esperaba un señor joven de pelo rapado y gafas indescriptibles llenas de pegatinas de color verde gusanito. Su compañera de piso o su pareja, yo no pregunté, no me incumbía, me preparó un té. Julián aseguró con sorna que era muy afrodisíaco. En realidad, a mí me daban lo mismo sus gafas y su té negro, lo único que me interesaban eran sus libros. Había ido a aquella casa para hablar de las lecturas de Julián y, ya de paso, averiguar qué era eso del macarrismo ilustrado.

Lo que hay en los libros es malo

Al principio de la conversación, Julián expuso su lado canalla. Yo le preguntaba por sus lecturas y él me confesaba que compraba toneladas de revistas pornográficas. Yo insistía y él relativizaba: «¿Libros?, hombre sí... Pero no sé... Es que leo de todo, es caótico, me cuesta hablar de ello... Leo literatura de consumo, de la más barata en todos los sentidos… Y no sé». Parecía darle vergüenza hablar de libros o quizás le pareciera que desnudar su biblioteca y dejar desguarnecido su flanco letraherido no casaba bien con su imagen de rockero maldito y canalla, así que salpicaba su conversación de ocurrencias iconoclastas y decía cosas como: «Todo lo que hay en los libros es malo, seguro». O: «De estudiante me obligaban a leer a algún asqueroso poeta y yo odio la poesía».

«Rayuela» a los 18

Pero el té debió de hacer su efecto o la placidez de la tarde relajó al músico y, poco a poco, se fue desvelando el lector apasionado y culto, el perfecto macarra ilustrado. «De pequeño leía a Stevenson y a Verne y a los 18 años me encandiló Rayuela de Cortázar, un libro que ahora, a los treinta, soy incapaz de leer. De los sudamericanos, solo me sigue gustando Borges. Otros escritores de juventud cuya lectura me sigue atrayendo son Chesterton y Allan Poe... Y Joyce, desde luego, al menos el Joyce último, el de Ulises y el de Finnegans Wake: leer esos dos libros es como un pasatiempo, como hacer rompecabezas», reconocía por fin Julián Hernández su faceta de lector.

La batalla de leer

Me confesó que leer un libro era como una batalla: «Si antes de la página 50 has dejado el libro, es que has ganado tú, si sigues hasta el final, es que te ha ganado el autor». Julián cursó 1.º de Filología y de ahí le venía el gusto por Quevedo, Aldana o el Arcipreste de Hita. Saltó luego a Valle-Inclán, Baroja y el primer Apollinaire y aterrizó en la literatura de su época para confesar que Torrente Ballester y Delibes le resultaban pesados y Marsé y Benet se le atravesaban, pero acababa de descubrir a Cela, que lo había dejado fascinado. «Escribe muy bien, es un alarde el tío, lo atacan porque ha ganado el premio Nobel, pero me gusta muchísimo».

Libros y caimanes disecados

Julián Hernández, gracias a un té afrodisíaco, me descubrió las claves de su macarrismo ilustrado en un salón en cuyas estanterías se mezclaban los libros con los caimanes disecados y las pieles de culebras. Y aunque considerara a Juan Madrid el Baroja del fin del milenio, a la hora de la verdad y de la angustia, no se refugiaba en la literatura: «Cuando tengo problemas, enchufo la guitarra a todo volumen». Y así fue como, acabado el té, volví al tren y regresé a Vilagarcía de Arousa con la satisfacción de haber conocido la faceta lectora y los gustos literarios del poeta universal de Siniestro Total.