Mientras haya cafés, existirá Vilagarcía

José Ramón Alonso de la Torre
J.R. Alonso de la torre REDACCIÓN / LA VOZ

AROUSA

MONICA IRAGO

La lectura demorada del diario en el café es un síntoma de civilización y sabiduría

07 ene 2024 . Actualizado a las 05:00 h.

Cafés de Vilagarcía. Cafés para el invierno, calentitos, acogedores, con juegos de mesa y varios periódicos a disposición del cliente. La lectura demorada del diario en el café es una costumbre propia de las civilizaciones superiores. Últimamente, se está convirtiendo casi en un lujo: informarse y, al tiempo que disfruta el intelecto, complacer al sentido del tacto pasando las hojas de papel, al olfato con el olor a tinta impresa, a la vista con la facilidad que regala la lectura sin resplandor y hasta al oído con el rasgar característico de los pliegos. El periódico no se come y no satisface el sentido del gusto, pero para eso está el café, que sorbo a sorbo, noticia a noticia, completa esa ceremonia tan satisfactoria de la lectura del periódico en el café una mañana de invierno.

Los cafés inspiran canciones, poemas, novelas y tratados de fenomenología. Steiner ha escrito que «mientras haya cafés, la idea de Europa tendrá contenido». Y también la idea de Vilagarcía, añado chauvinista y localista, entusiasta del café, añorando el de Poyán, que nunca conocí, o el España, que era mi preferido para hacer entrevistas. Recuerdo que una vez me cité allí con Xesús Alonso Montero, nos sentamos junto a uno de sus espléndidos ventanales y el sabio profesor se encontró tan a gusto que la charla duró una hora más de lo convenido.

No entiendo cómo es posible que locales vacíos tan formidables como el del España o el del California sigan vacíos. En la cafetería California, empezaron a fumar las mujeres vilagarcianas, me contaba uno de sus camareros. Cafés llenos de anécdotas, conspiraciones y conversaciones. Antes de que el amor naciera en el Tínder, las relaciones se iniciaban en La Marina, el Nogal o el Maty. Ahora empiezan en un chat, pero siguen fraguando en los cafés, esos lugares donde, en invierno, se siguen refugiando las parejas.

Los cafés de Vilagarcía no pierden el encanto ni el estilo. El Stocolmo, con su anexo lujoso en A Baldosa, el Village Bakery de O Castro, que parece recién sacado de un cuento de Navidad, de alguna película de tacitas, de una de esas series en las que ingleses relamidos toman un té antes de volver a Downton Abbey.

Los cafés son un elemento singular y fundamental de las ciudades europeas. El Gijón de Umbral, A Brasileira de Pessoa, el Novelty de Torrente Ballester o el Procope, donde se vieron por última vez Danton y Robespierre, son lugares de peregrinación donde uno entiende que la historia pasa por allí y se prolonga en un café bebido a sorbos lentos, para que cunda el tiempo.

El psicoanálisis se discutió en los cafés de la Viena imperial. Lenin escribía y jugaba al ajedrez con Trotsky en los cafés de Ginebra. Kierkegaard reflexionaba en los cafés de Copenhague. ¡El pensamiento y la literatura europeas le deben tanto a los cafés! El pub inglés es más de ocurrencias, de cánticos ebrios, de autoafirmaciones futboleras, patrioteras, demagógicas.

En tiempos de euroescépticos, los cafés mantienen los fundamentos de un universo común y no desmienten a Steiner cuando aseguraba que, si uno dibuja el mapa de los cafés, «obtendrá una de las referencias esenciales de la noción de Europa». Ya avisaba el filósofo de que no quedaban cafés antiguos en Moscú porque esa ciudad se estaba convirtiendo en un suburbio asiático. Y señalaba que en Gran Bretaña había muy pocos cafés y muchos pubs, pero estos últimos tienen un aura y una mitología muy particulares. Nigel Farage, que fue líder del UKIP, el partido más euroescéptico de Gran Bretaña, aparecía en las fotografías bebiendo cerveza en un pub, nunca en un café.

¿Y en USA…? En los bares americanos no se puede escribir ni se siente la historia porque no vaga, no hay tiempo para el ensimismamiento y la reflexión. En muchos de ellos, hay desalojadores que te exigen renovar las consumiciones. Sartre creía que nadie redactaría nunca un libro de filosofía en un bar americano.

En 2023, el Café del Centro de Lugo cumplió 120 años. Está en la plaza Mayor, bajo los soportales. Tiene una agradable terraza y, en su interior, canónicas mesas de mármol blanco, sillas clásicas de madera, columnas de fundición, lámparas de globo y, en un rincón, a la entrada, un conjunto escultórico de una pareja de principios del siglo XX: ella abraza un perrito y él lee el diario.

Cuando se inauguró, despertó mucha expectación porque tenía luz eléctrica, también fue el primero de Lugo en contar con radio, televisión y terraza exterior. Su nombre original fue Café Moderno, pero en 1920 cambió su nombre por el de Central. Gustaba tanto a las señoras, que se pasaban allí toda la tarde con un café haciendo calceta. Para favorecer la rotación de la clientela, la dirección tomó una drástica decisión: prohibió la calceta.

El lucense Café del Centro aparece en cuadros de pintores locales, en películas como «La vieja música» y en cuentos y ensayos de escritores como Ánxel Fole. Le tengo mucho cariño y este verano volví a visitarlo para tomar un café, leer La Voz de Galicia y recordar que fue allí, hace de eso 38 años, donde decidí dejar a un lado todas mis aficiones dispersas y centrarme en escribir en los periódicos.