Vilagarcía, a tres horas y unas tortitas

José Ramón Alonso de la Torre
J.R. Alonso de la torre REDACCIÓN / LA VOZ

AROUSA

Martina Miser

En los años 80 del pasado siglo, se tardaba 24 horas en venir en tren desde Extremadura

25 feb 2024 . Actualizado a las 05:00 h.

Desde 1981, mis continuos viajes entre Cáceres y Vilagarcía han pasado por diversas etapas. Los primeros fueron en tren. Aún estaba abierta la línea ferroviaria llamada Vía de la Plata y el viaje consistía en coger en Cáceres a mediodía un TER, que te dejaba en Zamora por la tarde. Allí deambulas por la ciudad hasta que, pasada la medianoche, montabas en el expreso Rías Baixas. Tras una madrugada de traqueteo y duermevela y una larga espera en Redondela, un par de vagones te llevaban a Pontevedra, adonde llegabas a las nueve de la mañana. Desayunabas en la cafetería y cogías un ferrobús o un semidirecto hasta Vilagarcía. Cerca ya del mediodía, acababa una aventura ferroviaria de casi 24 horas que te dejaba molido. En los años 80, si Vilagarcía hubiera querido hacer publicidad de sus encantos turísticos, la campaña no se habría titulado: «Vilagarcía, a tres horas y un café» sino: «Vilagarcía, a un día, una comida, una cena, un desayuno y muchos cafés».

Cuando compré el primer coche, un Renault 5 en Ramón Moral, los viajes ya fueron más rápidos, duraban exactamente la mitad: 12 horas con nieve navideña en las portillas. Las carreteras por España desde Galicia hacia el sur eran complicadas y hubo que optar por Portugal, donde se estaba construyendo la autopista entre Oporto y Lisboa, lo que suponía menos tiempo de viaje. Recuerdo que cuando el Celta jugaba en el Sánchez Pizjuán o en el Benito Villamarín, adelantábamos por las carreteras portuguesas a los autobuses de aficionados celtistas, que llegaban antes a Sevilla por Lisboa y Badajoz que por Ourense y Zamora.

Sin embargo, los viajes en tren se acabaron porque se cerró la Vía de la Plata ferroviaria y hubo que recurrir a un autobús nocturno que salía de A Coruña en la sobremesa y llegaba a Algeciras después del desayuno. Cuando se terminaron todas las autovías del camino, el tiempo del viaje se acortó, aunque no demasiado. El caso es que un servidor salía de Vilagarcía hacia la estación de autobuses de Pontevedra después de comer y llegaba a Cáceres a eso de las cuatro de la madrugada.

Lo bueno de ese autobús es que en cada viaje corrías una aventura inesperada. Tenía varios nombres: el Alsa, el Daínco, el de las viudas de vivos, el de las monjas, el de las putas, el del costo, el de los marineros, el de los presos, el de las motos… Cada nombre tenía su porqué. Lo de las viudas de vivos, que era un apelativo robado, título de una novela de la esposa del conselleiro Vázquez Portomeñe, era porque llevaba a mujeres de marinos mercantes, cuyos barcos habían atracado en Algeciras, o de marinos de guerra, cuyos destructores anclaban en Cádiz.

También viajaban monjas que se movían entre los conventos del Oeste de España, jóvenes que trabajaban en clubes de alterne de Ourense y las trasladaban a barras americanas andaluzas, moteros en ruta hacia Jerez, camellos de poca monta que bajaban al moro o subían del moro, marineros en tránsito hacia la costa gaditana o Marruecos y presos con el tercer grado.

Hablando de presos, en aquel autobús sucedían cosas extraordinarias. Por ejemplo, una noche, cazamos un jabalí frente a la cárcel salmantina de Topas, que está en medio del campo. Si fuéramos precisos, diríamos que lo atropellamos, pero es que los conductores estaban alborozados, con espíritu de montería.

Tras la caza, detuvieron el autocar, desanduvieron a pie un centenar de metros, trajeron el cochino a cuestas, lo metieron en el maletero y proseguimos viaje mientras los conductores debatían sobre si les cocinarían mejor el jabalí en la parada de Puebla de Sanabria o en el restaurante de la estación de Ourense. Ganó Puebla porque en esa parada cenarían al día siguiente, en el viaje de vuelta. Fue una decisión razonable, propia de conductores de autobús, gente sensata y habituada a lidiar con sucesos imprevistos y personajes extraordinarios.

Con autovías y coches más potentes que el entrañable R5, los viajes entre Cáceres y Vilagarcía se acortaron, aunque entre paradas y descansos, nadie te quitaba ni te quita tus siete u ocho horitas. Hasta que llegó el AVE o, cuando menos, el Avant y todo cambió. Ahora es posible salir de Cáceres antes de desayunar y llegar a Vilagarcía a la hora de comer. A pesar de los trenes extremeños, que como saben son convoyes heredados de Galicia, salgo de Cáceres un poco después de las seis de la mañana y a las tres estoy comiendo las mejores tortitas o tortillitas de camarones de España en Pepe Quilé (sigue el debate sobre este asunto, pero tras un reciente viaje andaluz, me reafirmo en mi apreciación: las vilagarcianas son las mejores).

En el pasado Fitur, se presentó la campaña «Vilagarcía, a tres horas y un café». Lo de las tres horas se debe a que ese será el tiempo que se tardará en llegar desde Madrid a Vilagarcía (tres horas y 16 minutos exactamente) en cuanto comiencen a circular los trenes Avril. Será entonces cuando uno de los Alvia que pasan ahora por Vilagarcía será heredado por Extremadura, se acortarán los tiempos de viaje desde Cáceres y podré lanzar mi propia campaña: «Vilagarcía, a seis horas y unas tortitas de camarones».