Siempre me asustó un poco la foto en los libros de Literatura: la barba muy larga y espesa, como entretejida de telarañas, que dejaba al descubierto un rostro demacrado y enfermizo. Sin embargo, el que le faltara un brazo jamás me llamó mucho la atención. Por algún motivo (tal vez porque Cervantes también lo era), en mi cabeza su condición de manco estaba unida a su capacidad creativa, como si fabricar esperpentos tuviera algo que ver con ese miembro fantasma. En todo caso, a él tampoco pareció importarle mucho la pérdida. Más bien alardeaba y hacía bromas al respecto. Una vez, por ejemplo, le preguntaron cómo había ocurrido el accidente. «Muy sencillo», contestó él. Y, entre risas, contó que un buen día, no habiendo ingredientes en su casa para hacer un estofado, le ordenó a su criado que le cortara el brazo.
En realidad, Valle-Inclán no vivió nunca la pérdida del brazo como problema funcional sino más bien afectivo: el miembro fantasma le dolía cuando se acordaba de su hijo fallecido. Se trata de un dato de su biografía que impresiona. Joaquín María, su primer vástago, acababa de nacer en Madrid, en mayo de 1914. Unos meses después, la familia se trasladó a pasar el verano en Cambados. En la playa de Fefiñáns, una ráfaga de viento lanzó la puerta de una caseta de baño contra la cabeza del niño. Tras el accidente, se le declaró una meningitis y la agonía duró un mes, hasta que falleció en septiembre. «La única vez que me ha hecho falta el brazo izquierdo —le contó al periodista Francisco Madrid— fue cuando se murió mi hijo el mayor… Estaba junto a su lecho, me miraba y lo miraba. Nos lo decíamos todo en un lenguaje mudo… Y se murió. Hubiese querido abrazarle fuertemente contra mi pecho, pero no pude».
En estos días de dolor y muerte me he acordado de esta pequeña historia.