El miserable devorador de cigalas

CATOIRA

MONICA IRAGO

El cierre de Casa Emilio acaba con 110 años de esplendor en el barrio de la Estación de Catoira

11 nov 2019 . Actualizado a las 10:35 h.

Cuando mis padres escuchan la palabra comer, pero comer de verdad, no alimentarse, les vienen a la memoria cuatro imágenes: un plato de callos un martes cualquiera en el bar Campos de Vilagarcía, unas cañitas rellenas de crema en Casa Xosé de Valga, una lamprea con su arroz y sus picatostes en Casa Emilio de Catoira y Manolo Chocolate recorriendo su restaurante de Vilaxoán armado con una especie de tridente de cuya punta cuelga un chuletón de tres cuartos de kilo. Para mis padres, comer es eso y lo demás son tonterías, fruslerías, bobadas, filfa...

Mi padre tiene 88 años y mi madre ha cumplido ya los 90, así que no creo que vuelvan a viajar ya a Vilagarcía, pero cuando les conté que había cerrado Casa Emilio, se vinieron abajo, como si les hubieran dejado sin el lugar favorito de sus comidas de los días de fiesta. Y es que el tiempo pasa y con él van desapareciendo los pilares de la cocina tradicional de las tierras de O Salnés y Arousa. Casa Xosé cerró hace años, Manolo Chocolate es historia y Casa Emilio ha bajado las persianas esta semana. Solo nos quedan los callos del bar Campos, que siguen siendo insuperables, pero también nos dejó su mentor y mis padres lo lamentaron como si fuera un amigo de toda la vida porque pocas cosas unen tanto como un plato de callos en un bar tradicional.

La despedida

Esta semana, en fin, ha cerrado Casa Emilio en Catoira y es como si me hubieran arrancado de cuajo lo mejor de mi relación sentimental con la gastronomía. En Casa Emilio descubrí casi todo lo que me gusta. Allí pelé por primera vez cigalas frescas, allí comí por primera vez una lamprea y probé mis primeras angulas, en ese comedor tuve mi bautismo de carne ao caldeiro y de zorza y probé con mucha curiosidad un vino del que jamás había oído hablar y que se pedía como caíño: era un poco recio, pero como lo tomaba en buena compañía, me daba lo mismo.

La primera vez que fui a Casa Emilio, lo hice en compañía de un grupo de compañeros del instituto. Era un lunes y ellos sabían por sus informadores que el día anterior se había celebrado una boda en el restaurante. Los avisados, y mis compañeros lo eran, sabían que en las bodas del Emilio se servía tanto marisco que siempre sobraba en cantidad y los lunes lo servían a precio de oferta.

El caso es que nada más acabar las clases, nos fuimos a Catoira y aparcamos en la plaza de la estación de ferrocarril. Aquí he de hacer un inciso porque ese enclave gastronómico-ferroviario era uno de los lugares antológicos de la geografía culinaria gallega desde que, en 1910, José Guillán, un emigrante retornado, había abierto Casa Guillán, la fonda de donde partió todo. Allí se juntaban dos elementos que mueven a millones de apasionados y entusiastas, ahora se llaman frikis: los enamorados de los trenes y los locos por la comida. Esa plaza regalaba paz, un silencio armónico solo turbado por el paso cadencioso de los trenes, uno cada hora, más o menos. Pero todo lo que faltaba de ruido sobraba de olor, el que provenía de los fogones de Casa Suso y de Casa Emilio.

En aquel ambiente silencioso y oloroso, los profes del Bouza Brey nos sentamos a la mesa y empezaron a llegar las bandejas de cigalas. Como aún no conocía mis habilidades con una sola mano, mi compañero del departamento de Lengua y director del instituto, Elías Lamelas, me pelaba cigalas pensando que si no lo hacía, me iba a quedar sin marisco. Cuando ya me había pelado seis, me dio reparo y le hice notar la injusticia de la situación: él había comido tres cigalas y me había pelado seis, mientras que yo, aunque manco, llevaba peladas y comidas 12. O sea, servidor: 18; Lamelas: 3. No era justo. Esta anécdota de las cigalas, que me retrata como un tipo miserable y aprovechado, se repitió años después en otro restaurante de Vilagarcía, aunque, en ese caso, quien me las pelaba con esmero era el bueno de Manolo Pérez del Oro. En fin, gente amable que se sacrificaba para hacerme la vida más agradable.

El momento cumbre

Pero más allá de las cigalas en oferta y sus anécdotas, había un momento en que Casa Emilio resplandecía como si le hubieran concedido todo un firmamento Michelín. Ese brillo llegaba por febrero, cuando celebrábamos allí la comida del año a base de dos platos: angulas y lamprea a la bordelesa. Era una comida cara, no prohibitiva, pero merecía la pena guardar una pizca de la paga de Navidad para disfrutar de esos dos platos, uno de ellos, las angulas, convertidos hoy en una quimera tan inalcanzable como el caviar, pero que en Casa Emilio y en los años 80-90 era un manjar asequible y mesocrático.

Ahora, el barrio de la Estación de Catoira, se ha quedado desangelado. Todavía me acercaba por allí en tren a comer. Había un buen horario para ir y volver desde Vilagarcía: llegabas a la una y media, comías en Casa Emilio y volvías a las tres y cuarto si tenías prisa o a las cinco si te demorabas con el café. Pero ahora...