
Maximalia
20 ene 2007 . Actualizado a las 06:00 h.En Galicia siglo XX , editado por La Voz, uno se puede encontrar sorpresas maravillosas como esta tira de recortables, mariquitas les llamábamos, que sin alarde alguno retratan una época, un tiempo, un país. Ahí tienen a Pocholo al servicio de España. Estas mariquitas le regalaba doña Carmen Polo a su hijita la futura marquesa de Villaverde para que se fuera haciendo a la idea de lo que era un hombre de verdad. Así que la marquesita pasaba las grises y monótonas tardes de invierno recortando a Pocholo guiada por la mano maestra de su papá Caudillo por la gracia de Dios, que hay que ver como había recortado a España por la frontera pirenaica dejándola aislada de Europa. En realidad, El Pardo era una gran factoría de recortables, pero a los operarios, con las prisas que el jefe decretaba, con frecuencia se les iba la mano e igual cortaban una cabeza que un pie, una mano que un alma rota. Desde aquella factoría, aunque se imprimiera en A Coruña, partía Pocholo hacia todas las escuelas en las que, dos o tres horas a la semana, nos imbuían de espíritu nacional a golpe de tijera. A doña Manola, mi maestra, debía alegrarle la siesta aquellas horas en las que nos afanábamos en vestir a Pocholo de sacrificado futbolista, ardoroso legionario, fiel infante o requeté «requetentregado» a la salvación de la patria. Así, inmóviles en nuestras banquetas, ¡qué paradoja!, en aquella quietud silente lográbamos que permaneciese el Movimiento. Pero, de verdad, era un juego inocente. Después de todo, Pocholo no había defendido hasta el martirio el Alcázar de Toledo, ni había estado en la batalla del Ebro, ni había sido chófer del brutal Queipo de Llano. Aquel estoico Pocholo, impreso en papel cartón, siempre estaba dispuesto a ser mutilado por el filo de la tijera. Te miraba ingrávido, de frente, con sus ojos zarcos y te quedabas asombrado ante aquella quietud, aquel aplomo coronado de rizos, aquella seguridad de hombre hecho y derecho, y eso, mientras recortabas mordiéndote la lengua, te iba calando como la lluvia que desde octubre hasta mayo, dibujaba en las ventanas, los patios y las losas la firma del invierno. Así, así como lo hacía la lluvia, Pocholo iba empapando tu corazón hasta el día en el que conseguías uniformarle listo para pasar revista. Orgulloso se lo enseñabas a tus padres y decías: «Quiero ser como Pocholo». En aquella hora recibías el primer soplamocos políticamente correcto de tu vida. Naturalmente no entendías nada, guardabas a Pocholo en el libro de fábulas de Samaniego y te ibas a la cama con la duda: ¿Acaso mamá y papá no querrán que llegue a ser un hombre de provecho? «No me gustan las armas», decía papá. «Y a mí no me gusta el fútbol... ni las banderas», sentenciaba mamá. Así que Pocholo iba desapareciendo de tu vida como vino. Con la lluvia que el verano secaba en los cristales y en las rosas, se iba Pocholo de vuelta a El Pardo. Lo duro de esta historia es que, cincuenta años después, ha cambiado para peor. Ahora el Caudillo no manda recortables. Los Reyes Magos y Papá Noel nos traen de su parte ininteligibles aparatos con los que nuestros hijos atropellan ancianos, masacran una aldea africana o se matan en una carrera virtual de superpotentes automóviles. Igual bombardean un hospital que incendian una selva o una ciudad. Inmóviles durante horas ante la pantalla se deshacen cruelmente de enemigos inexistentes que, como el caso de Pocholo, van anidando en su corazón hasta eclosionar y parir lo peor de sí mismos. La consola ha sustituido al recortable, pero lo que el gran manipulador pretende sigue siendo lo mismo. La alienación, el enfriamiento del amor, el cultivo cereal del odio y, sobre todo, el aislamiento total del individuo hasta conseguir el hombre oscuro, amaestrado y enloquecido que seguirá pulsando febrilmente la botonadura de su consola porque, nada, nada es suficiente para sentirse único. Tenía para mí que Pocholo había muerto, pero ahí está, sentando ante un ordenador babeando el placer de la violencia ejercida al amparo de la ley.