El silencio del emperador

Maxi Olariaga

BARBANZA

20 mar 2011 . Actualizado a las 06:00 h.

Los seres humanos, en el fondo del oscuro precipicio en el que vivimos, somos conscientes de que la soledad y el desamparo son nuestros camaradas. Son nuestro prójimo. La soledad y el desamparo son ciertamente el ámbito en el que nos movemos, la fuerza por la que actuamos, el amor que nos impulsa a compartir con otra soledad tanto abandono. Somos un baúl de piel en cuyo interior guardamos la esperanza de heredar algún día feliz el paraíso perdido. Y como un baúl rodamos atolondrados de estación en estación, de andén en andén en esta larga marcha que es la vida. Es un soplo, dicen. Pero si uno se detiene a meditar en ese soplo, corre el riesgo de quedarse sin respiro, tan larga es la exhalación. El «parece que fue ayer» es una mentira piadosa que nos decimos unos a otros para consolarnos. Ese ayer es en realidad tan lejano como un emperador japonés.

En estos días trágicos en los que la naturaleza armada con el látigo de las siete pestes se abatió sobre Japón, mientras contemplaba la crueldad del paisaje inanimado de las fotografías, he pensado en estas cosas. La humanidad doliente siempre necesita dioses y los dioses parecen estar muy ocupados dada la vastedad del universo que gobiernan.

Los japoneses divinizaron a su emperador y lo veneran como un correo directo con los seres superiores. Pasaron los días buscando a sus familias y a sus amores entre los cascajos, removiendo las hojas muertas en las que se había convertido la historia de sus vidas. Amor, amor, hermano, hermana, amigo, padre, madre, clamaban los solitarios habitantes del desastre entre las ruinas. Nadie contestaba a sus voces. Tampoco el emperador. Y pasaron seis días largos y extensos como la ola que arrasó su mundo transportando a su lomo las astillas de un imperio que puede en su inacción paralizar al nuestro.

Al sexto día el emperador habló. Los japoneses le escucharon atónitos, encerrados en sus casas aisladas del aire envenenado, o perdidos en lo que fueron modernas avenidas, floridas alamedas de rododendros y crisantemos. Millones de ellos jamás habían oído su voz, la voz de la divinidad. Desde 1945 hasta el 2011 la voz del emperador solo descendió a los japoneses dos veces. En las dos ocasiones para decir lo mismo. Lo siento, no puedo hacer nada por vosotros que no sea rezar.

En 1945, Hiro Hito se disculpó ante su pueblo por haber perdido la guerra, abrumado por el poder de los aliados y el de las dos bombas atómicas que, a sangre fría, los Estados Unidos hicieron llegar desde el cielo sobre Hiroshima y Nagasaki. Pero, ¿no era en el cielo dónde residía el poder del emperador? Al parecer los bombarderos norteamericanos tenían a los dioses de su parte.

En el 2011, Akihito, emperador hijo de Hiro Hito, también puso en conocimiento de su pueblo que nada podía hacer sino rezar. Y el pueblo japonés siempre tan paciente e imbuido por el sintoísmo, sigue buscando a sus muertos entre la escombrera que se derrumba en sus corazones.

En Europa un alto cargo de la Unión también nos dejó dicho que «todo está en manos de Dios». Ahora culpamos a Dios de las estupideces que cometemos los seres humanos. Es el colmo de la desvergüenza. Las centrales nucleares las hemos hecho y consentido nosotros y cuando la nube tóxica descargue su furia sobre nuestras cabezas, no vendrán los dioses ni sus representantes a alejarla con su soplo divino. Nos entregó el Paraíso y nosotros lo hemos dilapidado. Por eso estamos solos y abandonados en el silencio. El silencio de Dios.