Recuerdo que hace años, en una visita a mi padre en su maravillosa casa de Xío-Porto do Son, al acercarme para saludarle no pude hacerlo porque sostenía una animada charla telefónica. Hablaba de política y de humor. Se reía hasta la carcajada franca. Esperé pacientemente a que rematase la conversación y cuando lo hizo me miró diciendo: «Es un genio de los que ya andamos escasos. Hablaba con Xaquín Marín». Caí en la cuenta de que, un año antes, mi padre había estado en una exposición del artista y allí se habían conocido. Desde entonces Xaquín le mandaba por su encargo sus libros dedicados y por teléfono quedaban siempre en Xío para comer una empanada bien regada, cosa que nunca sucedió.
Evoqué estas pequeñas cosas cuando la pasada semana ví en La Voz la viñeta que hoy acompaño. Me impresionó cómo el compendio de miles de ensayos, tesis, poemarios y sesudas disquisiciones filosóficas debatidas a lo largo de los siglos, podían quedar por siempre resumidas en dos líneas y media de pensamiento del viejo Isolino, inusualmente metido en la piel del pensativo payaso con el que Xaquín convive sin remedio asido a su alma.
Es tan breve la felicidad, tan tenue, tan efímera que, efectivamente, como revela el viejo Isolino en su lecer, se contiene en ese breve instante, en ese minúsculo paso que une la ciudad de la tristeza con la aldea de la insensibilidad. Este espacio que hoy ocupamos, este mundo desatado en furia, sangre y fuego, no da tiempo al respiro hondo, a la satisfacción plena y momentánea de sentirse parte sensible del entorno.
Entre las fronteras brevísimas de nuestras vidas apenas cabe un instante para la alegría de vivir. Casi sin quererlo, uno se va encerrando más y más en sí mismo, y abandona las calles y las plazas para, paulatinamente, clausurarse como un monje en los límites pétreos de su convento privado.
La sensibilidad que echa en falta Xaquín Marín nos aleja del exterior donde, por cada beso recibido, se estrellan en tu cara cien bofetadas y son aventadas en tu alma mil injurias. No es casual que Marín, en este caso, haya vestido a Isolino de payaso. Todos sabemos lo que se oculta tras la máscara que lucimos al sol del mediodía. La tristeza de haber perdido el paraíso y de no hallar en parte alguna la sensibilidad necesaria para recobrarlo, nos desploma en las tablas de este inmenso teatro como marionetas desmayadas, abandonadas de la mano maestra que adornaba su alegría.